jueves, 30 de septiembre de 2010

No es poco



“Cuando estamos arraigados en un sitio, ese sitio se nos torna invisible”. La sabiduría en este caso es de Chesterton. O sea: mecánica popular. Cuando dice invisible creo que quiere decir inapreciable. Los vecinos de mi calle no ven mi calle.

Y el amanecer no es una incógnita.

Hoy el gallo se entona con un canto pentatónico y espaciado. Parece un gallo interior, un gallo suizo y protestante. Ninguna de las estrellas ha faltado hoy a clase, todas puntuales y pulcras como cocodrilos de Lacoste. No requieren trato personalizado.

Ayer las cigarras en el palmeral de Vera tenían armado un concierto, me dice mi amigo Jose que de los últimos de la temporada, que el gallo no podría soñar por más que se habituase a la música dodecafónica. Las cigarras conocen a John Cage. El gallo por suerte se calla.

Descubro con el amanecer que a la pared del cuarto de estar se le pone el tono terracota exacto que tiene cuando atardece el dormitorio en donde ya no duermo, en donde hay incluso un televisor, que es la antítesis de la lujuria, el culpable de casi todo lo malo. Pero ese tono ensangrentado se endulza con el azul de la otra pared y con el azul de las cúpulas que jalonan el horizonte. Luz alegra Argel azul.

Hoy me traen la mesa que compré ayer. Tremenda importancia de la mesa, porque la mesa de serie que trae el apartamento de serie es una mesa invisible para quien pasa muchas horas ante la mesa, con sus trebejos de marear. Mejor dicho, espero que la traigan, porque en el sur la puntualidad y la eficacia son anatema. Ya me acostumbraré. Me falta una buena silla, que es más importante que la mesa, porque la silla también traduce ―mucho es el peso que soporta la silla, y el mío es cada vez menor―, y mi manía ergonómica ronda ahora cotas de paranoia.

Lento paseo con el mar a la izquierda. Cuando me siento a tomar agua, ¿me adopta un gato rubio deseoso de que lo adopte? No lo puedo saber, y eso que se me restriega contra el zapato como si fuera el último zapato que quedara en el mundo. No lo puedo saber: la última vez que vi a la esfinge me pareció un semáforo

Descubro que en el centenar de libros que me he traído falta poesía de calidad. Sólo Joan Vinyoli. Y Ramón Gaya, aunque en la obra completa del pintor levantino veo que la poesía es poca. Lo remediaré en el próximo viaje transpeninsular, para el que no hay fecha. Sí hay fecha para entregar Live Nude Girl, mi modus vivendi ahora mismo. (Live & Nude & Girl: todo lo que no soy y he de ser, desacostumbrándome. Por medio de la palabra.) Y hay hora para buscar una copistería y mandar unos papeles al norte (¡nada más llegar!), porque el escáner no me cupo en el coche cuando vine. Si es que vine, porque a lo mejor siempre he estado aquí.

Tímido repunte del gallo por la tarde, dentro de la escala tetratonal clásica. Se humaniza el gallo con su salmodia, más desgañitao, más escarrañao (“escarrañao”: en Segovia, dícese del cicatero en sus afectos). También llegan espaciados los ruidos de habitación humana. Más vale.

Va uno aligerando mochilas y maletas y cajas a medio vaciar y se encuentra con retazos impares de su vida, aunque sea en formato de cable de alimentación del Kindle, que parece que fuera un pecio de otro naufragio. Es como lo que ayer me contaba una inesperada lectora de este blog, a la que agradezco su lectura y sus palabras: “Y es el cuerpo el que se rebela con razón, y las heridas cicatrizan cual gusanos donde piel no queda, y el invierno de  hiel se torna verano”. Lo inverosímil del caso es que estas palabras, me dice, se las escribí yo, deduzco que en la dedicatoria de mi libro de poemas.

Por lo que dice Estereofónica en el comentario que ha puesto, el comercio es el que da y quita salud. El comercio del comer, se entiende. Antes de leer a Estereofónica, ayer, cenando con mi amigo Jose y con su hija Blanca, él me regala una cita que ni pintada para pintar bien negra la pared después: “Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”.

Terminado el paseo, un apunte: oigo un rumor apacible, como si todo el ruido que he llevado dentro durante un tiempo excesivo, o al menos desaconsejable, diera indicios de extinguirse como una supernova ahora que se levanta el viento de poniente. (“Viento de poniente, por la ribera / Dame un soplito / Ponte a mi vera.”) Aquí ya no se levanta el viento limpio del norte que me ha empujado al sur.

Francia registra dos casos autóctonos de chikungunya, que propaga el mosquito tigre.

El que no se enmienda se enmierda. Y es mejor aclimatarse que matarse a secas, aunque sea a disgustos.


miércoles, 29 de septiembre de 2010

La primera vez que me mudé hubo una huelga general de cuidado. Yo tenía doce años y este país era pura grisura y mis padres tuvieron la casa metida en dos camiones durante tres días y los hijos repartidos por casas de amigos, no parientes, porque en aquella ciudad no tenían parentela.

38 años después he cruzado un país luminoso, con una luna clavada en el cielo de Aragón a las once de la mañana. He viajado bajo escombros de alto voltaje, millares de toneladas de metal en forma de cables de alta tensión. Sólo crepitan en el desierto del sur que me espera, donde pasan demasiado cerca del suelo.

“Los sindicatos, obligados a convocar el paro para no perder la cara”, leo en la prensa (un artículo de M. A. Aguilar) el día en que viajo, víspera de huelga, tal vez del gozo. “Perder la cara” es una expresión que no está acuñada en lengua española. Es un flagrante anglicismo. A alguien debería caérsele la cara de vergüenza, y no será a los sindicatos.

En algún rincón de la memoria canta Paul Simon: “I’m on my way, I don’t know where I’m going. I’m taking my time but I don’t know where. Goodbye to Rosie, the queen of Corona.” 

He pasado por los topónimos, no por la física del espacio: Bueña, río Pancrudo, Nombrevilla (donde hay uno de los varios centros penitenciarios que me encuentro por el camino, una ruta turística de la miseria humana entre cuatro paredes), Venta del Cuerno. Me he cruzado con un camión de Morte Hnos. y con otro, en Fuente La Higuera, con el lema “Samuel y Javier” en el frente. Iba a oyendo a Dylan (“Well the future for me is already / I think of the past / You were my first love / And you will be my last”). En este blog habrá tiempo para tratar sobre la mecánica de la rima en Dylan, sobre la dudosa traducción de Ausiàs March que estoy leyendo (es de Gimferrer), sobre los matices del café con aceitunas, sobre los paseos por el desierto y la luz del desierto y todos los colores. Y sobre todo lo que suceda en el desierto, pero no en el desierto. Sobre cosas que tienen que ver con las lenguas, incluidas las de quienes difícilmente entiendo cuando hablan la mía y pronuncian nombres de peces que yo no he visto. Sobre los nombres de las emociones.

Tiempo habrá para más cosas. De diario, de entretiempo. Las botellas, al mar. Tiempo también para bajar una escalera.

Como su propio nombre indica, este blog se actualiza en días impares, y no todos. Los impares en inglés son odds: desparejados, raros, sueltos. Los pares son evens: iguales. Aunque sean uniformes, los días que vengan tan lejos de todo serán días impares. Desparejados. Odds and ends: retales, fragmentos que no hallan sitio en un conjunto mayor, sino en un disjunto heteróclito.
Si el título no lo hubiera utilizado el indeseable de Naipaul, el de esta entrada podría ser “El enigma de la llegada”. Pero lo enigmático está por venir.