domingo, 10 de abril de 2011

Números primos


A través de la tía Concha, que detesta que la llamemos «tía» ―hay que joderse: es lo que es―, recopilo la nómina de los primos de la rama, no he dicho rima, materna. Confieso que no me acordaba del nombre de todos, porque para bien o para mal no nos conocemos; sí de Felipe, el mayor, fugado como yo ―él de Bilbao a Argentina, yo de Pamplomo a Almería, que todavía hay clases― y de Rosa, y de Teresa, con lo que lleva a cuestas, que es lo mismo que lleva encima mi hermana; voy por el lado de los que tienen un apellido que se escribe indistintamente con q o con k, y que empieza por «Mar», a los que se suman Beatriz y Fernando; de los únicos que llevan por primero Álvarez sólo me acordaba de tres, pero son cinco, me lo cuenta mi madre: Miguelón. Camusca (siempre segunda, siendo la mayor), Fernando, Javier y Borja; luego están los que por ley debieran llamarse Álvarez, aunque por desidia serán Fernández: Gerardo, Marta, Amaya y Eduardo. Con Eduardo me he partido de risa, que no de la risa ―el artículo lo cambia todo―, cada vez que lo he visto, pero han sido muy pocas. Amaya me vino a ver una noche en las escaleras de la plaza de las Platerías, frente a donde vivieron nuestros abuelos, nuestras madres, a preguntarme qué me pasaba, que andaba yo embotijado. Y estando una noche de primavera en Santiago, que es de donde venimos, le dije muy serio, frente a la fuente, socorro, que me desmexo: «Qué bonita es Salamanca». No entendió nada, natural. Al día siguiente, en casa de los que siguen, ahora voy con ellos, con una fabada gallega ―Iago, Andrea, Alexo―, antes de emprender el lento regreso, dije algo enfadado: «Me voy a ver cómo sopla el viento en la meseta». Andrea, nunca lo he dicho, es el nombre de mi prima preferida, desconocida, y es el de mi hija, pura coincidencia. Ahora resulta que Andrea prima anda tan sureñizada como yo. (Paréntesis: entre mis primos paternos cuento a Santiago, que hace muchos años no está, como entre mis primos maternos cuento a Adrián, que hace muchos años que nos  falta.) El padre de Andrea y Alexo, que son gemelos, una vez les contó un cuento de piratas en el que uno cogía, lógico, «o catalexo». Y ella dijo: «i tamén o catandrea». Xerardo, por mejor decir, es filológicamente más listo que el hambre y humanamente más sabio que ninguno. Me faltan Teresa y Felipe, que llevan los nombres de los abuelos a los que ninguno de los veintitantos conocimos, siendo yo cronológicamente el segundo, pero yo a ellos tampoco los conozco. Y faltamos nosotros ocho que, quitándome a mí, son Ana, Pablo, Pedro, Juan, Jaime, María y Belén. No entiendo por qué he tenido este ramalazo de membranza de primos Álvarez (de los Martinez-Lage, que somos unos pocos menos, me acuerdo bien uno a uno, y van unas cuantas zetas), canarios, andorranos, bilbaínos, orensanos, santiagueses, malagueños, de Pamplona. No entiendo de dónde ha salido este recuerdo, pero es tal cual lo cuento. De pronto me deslumbra la calle San Pedro de Mezonzo (más zetas), que no todos conocemos (la ce hace de zeta), aunque algunos vivan en ella. La blancura de esas paredes. La Plaza Roja abajo y una iglesia arriba. Las hermanas de mi madre, casadas y solrteras. Sus hermanos, dos. Uno tan cercano, el otro lejanísimo. Ahora que mis hermanos son mis primos, mis primos son mis hermanos. Y si salgo de casa es como si anduviera por Santiago en un pueblo de Almería como anduve por Santiago una noche elogiando Salamanca, aunque no es de imaginar la animalada de buque, de cuatro palos, cargado de arena, que ahora mismo saca de puerto un remolcador enano.

1 comentario:

  1. Miguel, que pena haberte leido por aquí, pensar en escribirte unas palabras y finalmente, dejarlo para otra ocasión, que ya no habrá. Que pena haber llegado tarde. Besos.

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