miércoles, 16 de febrero de 2011

Días felices, acaso

El primer rayo de luz, el rayar del alba mirando al mar, la conversión de las tinieblas en claridad, nunca dejará de ser el momento más extraño de la existencia, no por repetido hasta la saciedad (hace mucho tiempo que me acuesto temprano, de modo que madrugo a diario) menos enrarecido. Ya lo dice Winnie en el arranque de Happy Days: «Another heavenly day». No sé yo si será celestial éste que empieza ahora, desde luego.


         Vimos Días felices en Málaga el otro día, interpretada de maravilla por Isabel Ordaz, un montaje memorable, con detalles de luminotecnia y resolución escénica y una actuación realmente felices; no me cabe duda de que Beckett habría estado contento con semejante resultado, aunque seguro que le habría encontrado los mismos defectos que yo al alba, si estuviera aquí. ¿No está aquí? A lo largo de la pieza encontré en los monólogos de Winnie Ordaz dos citas para los amigos que me acompañaban: primero, la de Cimbelino, de Shakespeare, que encima adorna la tumba de Gamel Wolseley en el Cementerio de los Ingleses, en Málaga: No temas ya más el calor del sol, que Brenan le puso a su esposa en la piedra, y que en la pieza de Beckett parecía inserta ex profeso para mi querido profesor, Andrés Arenas. Luego, o antes, algo así como qué feliz soy en medio de mi tristeza, la cita no es textual, que me pareció hecha a propósito para mi querido profesor (soy un alumno perpetuo, no siempre querido) José Fernández, con quien ando apretando las últimas tuercas de Sueño con mujeres que ni fu ni fa, la primera novela de Beckett. Qué curioso: cuarenta años después, en Días felices, se cita él a sí mismo, en una frase tomada de Sueño. Se las expuse cómplice a los dos a la salida.
         El viaje a Málaga, con J. y C., fue un relámpago, pero nos salió a cuenta. Me vine con un cuadro de Emily que ahora adorna mi salón y que me llena de orgullo y de gozo, y hace compañía al pequeñito que tengo en el dormitorio, Company, otra obra de Beckett, lectura predilecta de mi hermano Pedro, por ejemplo; estuvimos desayunando con su padre, acompañándoles un rato a los tres en el dolor de la pérdida; disfrutamos con su sobrina; pude abrazar a su hermano (y admirarme de su integridad) y besar a su cuñada, además de tomar unas copas después del teatro ―el teatro es casi tan oneroso como el cine, pero si se elige bien compensa― con el gran Lucas Martín, que ha dejado de fumar de verdad (le tengo que preguntar de veras cómo). Ahora Emily está en Berlín y la vida sigue y este amanecer tiene tintes de tiniebla perpetua, como si en el fondo se demorase y no quisiera.
         Acaso el día que despunta sea feliz. Triste será seguro, pero ambas cosas caben en el mismo saco.

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