sábado, 19 de febrero de 2011

Sale y se pone el sol

Una de las cosas que me gustaban de la casa en la que viví años, no sé cuántos, con mi hijo pequeño y con su madre ―pero no era ni de lejos la que más me gustaba, quiero decir la cosa, no la casa, ni menos ella― era que mirando por cualquiera de las cuatro ventanas que daban a la calle no se apreciaba en la manzana de enfrente el menor síntoma de habitación humana. Y en el patio tampoco, salvo el flamear de la ropa tendida los muchos días de mucho viento.
Enfrente había, y hay, un colegio cinematográfico, Secretos del corazón, y cero de señales de vecindario. Es un colegio en cuyo salón de actos de niño vi, por ejemplo, a Steve MacQueen huyendo en moto por los campos de Alemania en La gran evasión. Al final lo ametrallaban, claro, al menos en mi memoria. Pero a diario mirabas aquellas paredes, aquellas ventanas de aquellas aulas, y no había vida ninguna. Lo cual me sentaba bien: después de vivir tres años en una concurridísima plaza de Barcelona me juré que no quería, sin salir siquiera a la ventana, apreciar señales de las vidas ajenas sin quererlo yo, tener la vida ajena metida hasta la cocina de casa a todas horas. Aquella casa de Barcelona era placeloteramente invisible, ruidosa, gélida.


         Aquí en cambio la cosa es un ten con ten (que no es ni de lejos un fu ni fa, no vayamos a joderla): la vida ajena (iba a escribir la viuda ajena, pero en este caso sería propia, siempre y cuando hubiera muerto yo, cosa que tal vez haya ocurrido sin que nadie haya reparado en ella, y menos que nadie yo, y sonara el timbre para volver del recreo y no pudiera yo mover una mano para apagar el despertador) no invade la vida de uno si no quiere uno que tal invasión se produzca, pero palpita en todo momento ahí mismo, los tendederos que se renuevan a ras de calle cada día, las canciones populares tarareadas, las bolsas de plástico volando a la altura del tercero, la vecina que pasa a pedir un cigarro, vecino, abriendo mucho la a y la e, la vida tranquila de barrio humilde, sin ruidos ni histrionismo, con un latido colectivo del que uno, cáspita, va formando parte, quién te lo iba a decir, y que si abres el balcón, ya va siendo hora, se transforma de forma sistólica y diastólica en conversaciones indiscernibles, con inflexiones vocales rarísimas y un contenido que en el fondo no me hace falta conocer para conocerlo del todo.
         In the meantime: entretanto: en el tiempo despreciable: en la mezquindad del tiempo, en la basura de los minutos que se nos escapan de los dedos como el agua que corre y ya no nos moja, espero con fruición la excursión de mañana, a ver cómo ando yo de pulmones y de espalda, a la que me invitan los amigos de aquí al lado, la espero con un punto de ansia, como quien va a subir un 3.000 por primera vez en su vida, y eso que no llegaremos a un 300. Y veo ponerse el sol, a mi espalda, momento que me enoja cada día más, al contrario que su hermano gemelo: he de reconocer que cada día me reconforta más el alba, con ese punto que tiene de amanecer y destello y esperanza, los amaneceres rojos encendidos de mi mar ahí enfrente, que no me pierdo ni un solo día. Al menos ha parado el viento de dar la lata, y con un cigarrillo ―y bufanda cordobesa― se puede mirar tierra dentro, dando la espalda al mar, para ver cómo se está poniendo, por fin, que es como empieza la primera novela de Conrad, La locura de Almayer, cuando la hija le dice a la madre: «Por fin se está poniendo». ¿O le decía más bien «Por fin se ha puesto?».

No hay comentarios:

Publicar un comentario