miércoles, 12 de enero de 2011

Desprendimiento (y no de retina)


Me llama mi librero de la ciudad antigua para confirmarme que las casi treinta cajas de libros que preparé durante los días 24, 25 y 26 del pasado diciembre, un 25 por ciento aproximadamente de mi biblioteca, aunque al ya no darles mucho uso pues mucho me temo que el pronombre posesivo no ha lugar, pueden en efecto pasar a su disposición, para que les dé la salida que estime oportuna, que será la que ya dio en su día a una partida algo menor y mucho menos jugosa, puesta en su poder cuando aún creía que estos 1.500 títulos, tiro por lo bajo, podían dormir el sueño de los justos en un local comercial que no se destina al comercio, del que sin embargo se me pidió que desalojara, y así se ha hecho.
En breve, mi librero, que es de los buenos, tendrá esos 1.500 títulos (tras haberse quedado los privilegiados, que los hay, con lo más granado del lote) y los pondrá a disposición de unos cuantos amigos ―suyos― bien escogidos, que encontrarán joyas a precio de ganga. Sé que no los pone directamente en las mesas de venta al público, sino que monta una especie de covachuela o rebotica a la que sólo tienen acceso los más fieles. En todo caso, por mi parte, mera operación de reciclaje, o desprendimiento de lo que ya realmente no voy a necesitar, y sólo molestaba en donde estaba, y tiene todo el derecho del mundo a una nueva vida, un nuevo recorrido, a descansar en otras manos, bajo otros ojos que vean mejor que los míos.
La sensación, naturalmente, es controvertida. Creo que hago bien. Lo hago porque más remedio no me queda. En el fondo, algo me escuece. En esta tanda se van casi todos los españoles e hispanoamericanos amasados (no he dicho acumulados: amasados a mis pechos) a lo largo de muchos años de ejercicio lector, quitando alguna que otra excepción (ejemplo: no fui capaz de meter en ninguna caja ni Rayuela ni ninguna de las obras de Torrente Ballester, ni bastantes cosas de poesía hispana de los 70 y 80 y 90; otrosí, me dio tiempo a hacer partijas, cajas destinadas a mis amigos, a los que no residen en la ciudad antigua, de los cuales el más beneficiado ha sido Juan de Sola, que se lleva un puñado de joyas alemanas traducidas, que a él seguramente no le harán falta).  Y justo es decir que años antes ya había expurgado todo ese sector de mi desembalada, desencuadernada biblioteca, y me había quedado con lo principal, aunque ahora no lo tenga a mano. Me consuela lo justo saber que algún partido le sacaré, y que mi librero, aunque me quede a mil kilómetros, me permitirá tener otro puñado de euros en cuenta a mi favor, para ir retirando lo que se me ponga y cuando quiera. Lo comido por lo servido, do ut des. Cierto es que la segunda acepción de desprendimiento, léase, «generosidad», aquí mucho no pinta. Al mismo tiempo, me libera haber soltado todo ese lastre que estaba estorbando, aunque no a mí.
Desde luego, en este piso enano y con tanto helor nunca habrían tenido cabida, y en los otros dos pisos del norte en los que sí está el grueso más valioso de mi biblioteca, con el posesivo en su sitio, era imposible que cupieran.  (Cualquier día llegará otra orden de desalojo, fijo.) Me vienen de golpe a la memoria dos libros dedicados con afecto, y no son los únicos: Amores patológicos, de Nuria Barrios (aquella entrevista que le hice para «El país» en el lago de la Casa de Campo, charlando mientras veíamos a los patos amarse), y El soldadito de porcelana, de Horacio Vázquez Rial, que es un novelón de los de antes, y que recomiendo a quien me lea.
Sin caer en desafecciones, a veces no queda otra que librarse de los afectos. Habrá otros a quienes afecten esas dos novelas, tan disímiles, tan buenas, así como habrá otros a quienes otros libros del lote les supongan un puñetazo en la cabeza, como a mí en su día, como quiso Kafka que fuesen los libros válidos. ¿He dicho valiosos? Creo que no.
Con todo lo cual, y tras esta semana malagueña, de la que he vuelto al desierto con ciertos perjuicios para la salud que poco a poco se irán remendando, digo yo, me vuelvo al mundo de los pocos libros, dejando el de los ya demasiados para Gabriel Zaïd y sus secuaces, entre los cuales me cuento, así sea por deducción. «Deducir» es «restar», y es por tanto primo de «reducir». Y la vida es en el fondo como una salsa que conviene reducir a lo indispensable, no vaya a quedar aguada. Aguadas, las acuarelas.

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