martes, 25 de enero de 2011

Sobre la construcción de los puentes, 1 y 2

(No me resisto a reproducir los dos artículos dedicados a una expresión de don Jaime Salinas, o «salinismo», que publicó en El trujamán el cvc.cervantes en marzo de 2005, en dos entregas, por gentileza de Mari Pepa Palomero. Vaya en homenaje a su memoria)

I
Dedica uno la vida entera a un afán, al principio un poco por azar, con el punto diletante y algo superficial del mero aprendiz perpetuo, después con ese sense of purpose que sólo pone en su empeño quien lo disfruta y sabe que comporta su salvación, que viene a ser su condena. Llega un día en que esa vida entera es ya de una anchura y longitud considerables, aguarda el espectro de la vejez a la vuelta de la esquina y ni siquiera el fantasma ha de arredrarle a uno en el cultivo de su huerto, que sigue roturando con un arado ya mellado, pero con manos aún capaces. Una vida entera, a qué engañarnos, es mera gota de agua en el océano del tiempo, pero es océano para la ameba que habita en el plancton.
Indefectiblemente, antes de que llegue el día, tampoco mucho, uno sabe que sabe casi todo lo que se puede saber del campo y del clima. No es gran cosa. Conoce con detalle incluso las piedras que forman los ojos del puente que salva el río con que linda el huerto por el fondo. No es que haya perdido su capacidad de sorpresa, pero hace años que no se asombra. Se asolea. Así, quien cultiva el campo de la lengua, de las lenguas, por azar y con ahínco, rara vez halla novedades cuando pasa de cierta edad; a lo sumo, ahonda en lo que fueron en su día novedades.
Y sin embargo la lengua es infinita. En noviembre, oí de labios de mi hermano una expresión que me gustó y que desconocía: «Ya cruzaremos el puente cuando lleguemos al río». A mi hermano siempre se le ha dado particularmente bien ser correa de transmisión de acuñaciones bastante felices. No es que sea una mina, pero tiene un caudal abundante de expresiones que, nada más oírlas de sus labios juiciosos, uno comienza a emplear sin darse cuenta. A los pocos días, comentando con alguien un acontecimiento no inminente, pero sí previsible para dentro de algunas semanas, le dije: «Ya cruzarás el puente cuando llegues al río, ya lo vadearás aguas arriba si han volado el puente, ya lo salvarás a pie si el río se ha secado y con suerte hasta encontrarás que te han construido un túnel y el río se puede atravesar en tren».
Ahora es enero y dedico una mañana de domingo a seguir leyendo Travesías, las memorias de don Jaime Salinas que abarcan desde 1925 a 1955.1 Está en Baden-Baden, alojado en el hotel Berg, y faltan semanas para que termine la guerra. El paisaje es incierto, un futuro algodonoso, y su deseo es seguir al servicio del AFS como conductor de ambulancias, pero todo hace pensar que su unidad será devuelta a Nueva York, donde quizás pueda apuntarse para partir a China. El escollo lo representa la segura negativa del padre, si bien... «ya cruzaría ese puente cuando llegara a él» (p. 287).
La coincidencia es alentadora, toda vez que las casualidades no existen: no hay nada nuevo bajo el sol, salvo aquello que no ha visto uno todavía, y el reencuentro con la expresión daba a la de mi hermano una autoridad de la que no es que careciera, pero que sí le venía como anillo al dedo. Claro que no termina ahí la cosa: había pasado mes y medio entre el primer registro y el segundo, y solo faltaban siete páginas para que de nuevo compareciera la misma expresión: en p. 293, Salinas se encuentra en la ópera de Amberes con el cónsul de Estados Unidos, quien debe gestionarle los papeles para el regreso. La situación, sin embargo, discurre por derroteros inquietantes. En el descanso, bajan ambos del palco al ambigú y «ante una copa llena de champagne decidí que cruzaría el puente cuando llegara a él».
Disculpará el avisado lector que no le desentrañe del todo el pasaje. Travesías es un magnífico ejemplo de literatura de la memoria, una joya cuyo disfrute prefiero no estropearle a nadie. Bien: ¿quién no ha visto cómo un adjetivo, una locución, un gesto verbal cualquiera se le pegan a quien escribe de tal modo que por más que sacuda la pluma sólo consigue sembrar el texto de repeticiones que restan valor expresivo al hallazgo, sin despegarse nunca de él? El otro día, en la vida de Thomas Browne escrita por Samuel Johnson, una treintena de páginas que figuran como apósito a la traducción española de Pseudodoxia Epidemica, o Sobre errores vulgares (no todos: solo una muestra representativa),2 vi que en seis páginas al traductor se le había caído de la pluma nueve veces un «por ende» bastante enojoso. Por mucho que responda a un thus reiterativo en el original, pero sin valor expresivo, ese uso recurrente termina por ser un grano de arena en el ojo del lector. No es el mismo caso de esta otra recurrencia, aunque ambas obedezcan a un cierto desaliño.
1. Tusquets, 2003.
2. Siruela, 1994. Traducción de Daniel Waissbein. 

II
Dos páginas más allá, cuando Salinas respira tranquilo a sabiendas de que dentro de dos días zarpa en un liberty ship1 con destino a Norfolk, Virginia, en el que tiene plaza asegurada, se muestra preocupado por la segura insistencia paterna de que recale en Puerto Rico y curse sus estudios en la Universidad de Río Piedras, cuando todo su empeño sigue estando en China, y se dice: «...tenía tiempo por delante. Por el momento, el Atlántico se interponía y también cruzaría ese puente cuando no me quedara más remedio» (p. 295).
Se abre entonces un compás de espera preñado de posibilidades; la vida entera despliega sus opciones en todos los continentes del globo ante un jovencísimo Salinas que a sus veinte años ha vuelto de Europa, de la guerra, por segunda vez, aunque en circunstancias harto distintas de la primera, del niño que huyó de Santander a Burdeos, de allí a la casa familiar en Argelia y luego a París y al exilio americano. Cabría suponer que van a multiplicarse los ríos por cruzar, los puentes tendidos o improvisados incluso sobre botes, las avanzadillas de los zapadores, las decisiones por tomar y las que se toman a pesar de uno, y así es, pero la figura no vuelve a aparecer en el texto. O sí: en la página 319, en Nueva York, se encuentra Salinas con un amigo en busca de colegio universitario donde seguir viviendo, y «al decirle yo que no sabía si mi padre podría pagarlo, con una sonrisa pícara me replicó que de momento me olvidara de eso: “We’ll cross that bridge when we get to it”. Me hizo gracia que recurriese a uno de mis dichos favoritos».
Por la frecuencia con que aparece en el libro de Salinas, asociado a un año teñido por la guerra (don Jaime recibe la noticia de la atrocidad de Hiroshima a bordo del barco, en plena travesía del Atlántico: la guerra, que concluye oficialmente con la repetición de la atrocidad en Nagasaki, termina cuando aún no se han cumplimentado los trámites burocráticos para su reingreso en el país del que partió), supuse que la expresión bien podía tener un origen bélico. Al mismo tiempo, notaba en ella dos sabores distintos: tenía un regusto a traducción, a la vez que su carácter sentencioso, la juiciosa resignación del mensaje, la cordura que aconseja no precipitarse, un no sé qué qué sé yo fronterizo de la sabiduría budista, de las enseñanzas del Tao, que me hizo pensar en su más que probable procedencia del acervo popular, que a fin de cuentas el caudal paremiológico de muchas lenguas europeas tiene ráfagas de afinidad o parentesco indudable con el corazón de la filosofía de la vida oriental, ahora mismo no caigo en la cuenta de a quién o dónde he oído decir que China y Japón son a fin de cuentas los dos puntos que más al este quedan de Occidente.
Así las cosas, la acuñación podría estar presente en el corpus shakespeariano, en el Decamerón, en el Libro de Buen Amor o en Miguel de la Montaña. Lo raro no es que yo no me la hubiera encontrado nunca; lo de veras raro es que en un plazo tan breve haya brotado de golpe en tres textos tan disímiles: un acto de habla proferido en un bar de Madrid a comienzos del siglo XXI, unas memorias publicadas en 2003, pero cuya redacción se remonta como mínimo a una década atrás, y el trecho que rememora corresponde a mediados del siglo xx; y, en tercer lugar, digo bien, el diario de un viaje por Escocia realizado en 1773 y publicado doce años más tarde: ojeando hace un rato mi edición del Journal of a Tour to the Hebridees, de James Boswell (Oxford, 1972), el dedo se ha querido parar en la página 317, donde el biógrafo pone en boca del doctor Johnson, su acompañante en dicho viaje, y durante más de media vida, estas palabras: «We shall cross that bridge, my dear friend, as soon as and if we get to the riverbank». Y Boswell se limita a comentar que las palabras de Samuel Johnson le parecieron «quite enigmatic, not being used to hear any sophistry from his judicious lips».2
1. Es de ver que el autor de Travesías antepone una nota que empieza diciendo así: «En la edición de estas Memorias se han respetado algunas idiosincrasias de mi castellano: galicismos, anglicismos o “salinismos”» (p. 11).
2. «Cruzaremos el puente, mi querido amigo, tan pronto como y si es que llegamos a la orilla». (...) «Bastante enigmáticas, por no estar habituado a oír ningún sofisma de sus juiciosos labios».

No hay comentarios:

Publicar un comentario