martes, 4 de enero de 2011

Sabor a zumo de naranja


Me encarga Pilar Álvarez una traducción, La edad de los prodigios, que es un compendio de erudición amena como sólo está al alcance de los muy sabios. En este caso, Richard Holmes, discípulo de George Steiner, por dos de cuyos libros ―y su posible aparición en castellano― llevo años bregando: Footsteps y Sidetracks. Sin éxito. Pero va Pilar y contrata un Holmes y… ¡carambola!, me lo encarga. Nada es casual.
Holmes (y es el Sherlock de los biógrafos británicos, ya lo dice Michael Holroyd) es el biógrafo de Coleridge, sin ir más lejos, y después de la suya, en dos volúmenes, no tiene sentido escribir una nueva biografía del poeta opiómano, del autor de «Kublai Khan», del escritor de la inspiración perdida porque cuando estaba escribiendo llamó a la puerta «un caballero de Porlock», que es el título que tuvo Lolita cuando era sólo un proyecto y Vera, mujer de Vladimir, lo salvó de la quema. El caballero lo distrajo y el poema quedó inacabado. Pero Coleridge… cuidado. Que aún falta una edición entera de su Biographia Literaria, que ni es lo uno ni es lo otro, sino filosofía pura, y la que hizo Murillo para Ariel deja mucho que desear, y han pasado milenios.
Es un libro ―el de Holmes― que trata sobre el modo en que los descubrimientos científicos del xix afectaron a los grandes poetas británicos del xix (que son más que Coleridge y Wordsworth, vaya nombre para un poeta: ¿sabía alguien que Robert Southey pasó mucho tiempo en el sur de España, como el hermano de Boswell en Valencia? Esta mañana de eclipse solar, y no pongo foto porque mi cámara no recogería bien el fucsia encendido en lo más bajo del horizonte, parece un buen momento para recoger estas sensaciones. Además, levanto la vista de la pantalla y los bancos de nubes tan pronto se adensan como desaparecen, y el fucsia de repente es luz deslumbrante ―es luz que te deja invidente: es un amanecer más radiante que todos los previos―, como la que fueron a medir a Tahití aquellos chalados, aprovechando el tránsito de Venus por delante del sol, con sus telescopios de andar por casa. ¿Conoce aquí alguien los Night Thoughts, de Edward Young, con los que podríamos ahorrarnos a todo Gustavo Adolfo Bécquer, y sobre todo su cursilería de diestro versificador? ) Exploraciones, microscopios, física y astronomía, química… Todo antes de Darwin, con quien se cierra el libro.
Pero empieza por Joseph Banks, el botánico, y su expedición, al mando del capitán Cook, a Tahití, y a dar la vuelta al mundo. En una peculiar e introspectiva entrada de su diario, Banks iba a reflexionar sobre el hecho de que seguramente nunca más volvería a ver Europa, y que solo había dos personas en todo el mundo que real y verdaderamente podrían echarlo en falta. Y va y dice, con una ortografía que corrijo, con una sintaxis ilegible, porque botánico ―y rico― era, pero era casi analfabeto, que «hoy por vez primera hemos cenado en África, y hemos dejado atrás Europa a saber por cuánto tiempo, quién sabe si para siempre. Este pensamiento exige un suspiro en debido homenaje a la memoria de los amigos que dejamos atrás, y ya lo tienen, aunque no es posible permitirse dos, pues causarían más dolor a quien suspire que placer a los que son motivo y razón de sus suspiros. Baste con que se les recuerde, no creo que deseen que se piense en ellos más de la cuenta cuando uno ha de estar separado de ellos, y más si se halla a merced de los vientos y las olas».
África ahí enfrente anda, ahí delante viene. Pero ni siquiera África, ni Tahití para Banks, nada es para siempre. Me acuerdo del post que mi amigo Javi Morote me pidió para despedirse de su programa en la SER, Navarra. (¡Uf!) Y como le ha servido y le ha gustado y lo ha colgado en su blog (http://elblogdeauzolan.blogspot.com/2011/01/vamos-ir-terminando.html), acaso con alguna modificación lo incluyo aquí. Y dice así:
Que nada es para siempre es una de las cosas que sabemos desde niños, desde que suena el timbre que avisa del final del recreo (siempre he pensado que con ese timbre empieza la eternidad), y es una de las cosas que nunca terminamos de saber. Esta mañana, mientras pensaba que mi amigo Javi Morote ―librero encomiable, lector empedernido, amigo de pedernal― me pide unas palabras con las que poner remate a su blog de comentarista radiofónico de libros aconsejables de corazón, mientras le oía hablar de una traducción mía sin decir que es mía ―bien hecho: ni falta que hace―, y hablar bien del libro, con la dosis justa de entusiasmo, y mientras me acordaba del libro, La biblioteca de los sueños rotos, me ha salido este párrafo en una traducción que estoy terminando, un libro de Kathleen Rooney que se titulará Desnuda y pronto publicará Turner (Encontré el libro en una librería de Cambridge, Massachussets, el verano pasado, paseando con mi hermana. A mi hermana no la he vuelto a ver.) La chica en cuestión desgrana sus experiencias de modelo de artista, siempre desnuda, para pintores, dibujantes, fotógrafos, clases, grupos, etc.:

Desnuda y más o menos anónima, más o menos cosificada, yo había acumulado una curiosa autoridad. Y aun cuando estaba desvestida (teóricamente expuesta, vulnerable) y el fotógrafo seguía vestido (teóricamente dominante, invencible), a menudo me sentía como si fuera yo la que estaba al mando. Pensando de esta manera casi llegué a disfrutar de la situación. A la sazón, fue más que suficiente, y es que todas las cosas ―buenas, malas y regulares, estrafalarias o no― han de terminar.

Oh all to end, dice Beckett en A vueltas quietas. «Ay, que todo termine», en mi traducción ―que ahora cumple ya diez años―, y quienes me conocen saben que esa coma la llevo en mi haber como una cruz de madera de pino, sin saber aún si tuve o no tuve que ponerla, si la puse sin querer, si quise ponerla, y en mi debe pesa como una cruz de plomo. No queda claro ―pero la anfibología es un arte― si Beckett se alegra de que todo termine y desea que todo termine o si le duele que termine todo.
Ahora termina el año, o ya ha terminado, y empieza otro, y yo no me he enterado, y mi amigo Carlos vuela a Chile. Para mi amigo Javi termina un tiempo de gozo y sombra en el programa de radio en el que ha colaborado semana tras semana, año tras año, con su sufrimiento, movilizando a lectores remolones con sus sabias recomendaciones. Y no termina porque él haya querido, sino porque todo termina alguna vez. Allá quien así lo haya querido, eso es cosa suya.
Lo sabemos desde niños, pero todo fin es más doloroso que el primer parto, que en sí mismo es un fin (el fin de un embarazo, de una vida intrauterina, etc.) «En mi principio está mi fin», dijo Eliot en alguno de los Cuatro cuartetos, creo que es «East Coker». Y eso sí que lo sabemos todos desde niños: lo que hay que meterse en la cabeza es que en mi fin está mi principio.
El programa de Javi, en la SER, matrícula de Navarra, ha sido una gozada de seguir. Está on-line. Es pasado. El futuro empieza ahora.

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