martes, 18 de enero de 2011

Los ayeres, los collares, las perlas

A Adela, claro;
a Amalia, desde luego;
en memoria de Lynda


Uno de mis tres mejores poemas es una silva, sietes y onces ordenados casi al azar, y lo digo porque a lo mejor hay quien no se entera. Para colmo, contiene el mejor de mis versos, ese interrogante con las tres elles. Además, es el último ―cronológicamente― de los que se recogen en La coz en el tintero, libro que seguramente ya sea inencontrable, cosas de su editor pasajera y afortunadamente ya no amerluzado, en el que va reunida toda mi poesía, 1988-2008. En mi editor confío, porque lo merece. Y me equivoco cuando digo que el libro es inencontrable y que mi editor es un merluzo. Son cosas que pasan, a todos nos pasan. Y por fortunas mejores son cosas que pasan, son toros pasados. Me he acordado del poema al escribir una introducción a los Cuentos reunidos de Isak Dinesen, que publica en breve Alfaguara, porque resulta que me encuentro retrospectivamente reñido ―¿he dicho reunido?― con la magistral cuentacuentos danesa.
Sin modestias indebidas, el poema que escribí (que a mi editor le gusta, y de tonto no tiene un pelo: por algo fue él quien lo publicó) es éste:

The End
(New Beginning)

La partida ideal de ajedrez sería la que concluyera
con las piezas en sus posiciones iniciales.
―Samuel Beckett

En este fin en que todo comienza
ahora que la función termina,
cuando todo renace,
y nada es igual
si ahora nada cambia
y todo es todo ahora,
veo acomodarse en tus pechos,
abalconados siempre,
dos cucharadas de flan en mi boca,
ese collar de perlas
patinadas de tiempo:
de mi madre desde que yo respiro
―y mira si ha llovido―,
hoy adorno tuyo para los restos.

Cada perla a caballo
entre animal y piedra
roza tu piel donde la suya
rozara, y el mismo broche esmeralda
tan de memoria posado
en su hueco, en sus estragos,
hoy idéntico luce en la base de tu cuello.
Años luz el enigma,
la claridad de tu rostro sereno
en las perlas se espeja
como la luz de su semblante claro
y es certeza: que cuando todo termina
gracias a ti empieza.

Arden otra vez los álamos: humo
de pavesas es cuanto de mí queda,
el humo que se te mete en los ojos
cuando en tu nácar opalino y borroso
no estoy ni por asomo.
¿Mejor valle ha de hallar tan noble lluvia?
Agua hecha relumbre,
¿cauce más acogedor puede encontrar
que tu seno generoso?

Ese collar tantos ayeres suyo,
tuyo ahora en tu orgullo,
         mañana será prenda,
rosario entre mis dedos descreídos,
si no es ni ha sido prueba
intachable, venga Dios y lo vea,
vengan las muertas de envidia
o mejor que no vengan,
de que cuando ya todo estaba visto
para sentencia, con sólo un regalo
vuestro una vez más empieza.

El cuento de la Dinesen, «Las perlas», se encuentra en sus Cuentos de invierno, que es de 1942 y tengo en la cuarta edición de Alfaguara, de febrero del 86. En él, una pareja de recién casados hace su viaje de novios a Noruega. A ella su marido ya le resulta decepcionante, y ella sospecha que tampoco está a la altura de las esperanzas puestas en su unión. Se le rompe el collar de perlas que su marido le ha regalado, y las 52 perlas ―como las semanas del año, como los años de casada de una abuela― caen rodando. Las recoge todas, las cuenta y las lleva a un zapatero, que se las ensarta en un hilo nuevo. El zapatero acaso sea el diablo; por el camino, ella se encuentra con otro extraño individuo, que resulta ser Ibsen, el autor de Casa de muñecas. El jeroglífico de su destino queda abierto ante ella. Tiempo después, tras un paseo por el monte, al cabo del cual reconoce que está mejor sola que con su marido, decide por fin contar las perlas del collar, que después de la reparación siempre le ha parecido distinto de como era antes, más liviano, como si el zapatero le hubiese hurtado una. No es así, sino todo lo contrario, y ahorro al lector el desenlace: es en el cuento de Isak Dinesen donde ha de leerlo, en la carta que la joven esposa manda al zapatero para preguntarle qué ha pasado. En otro de sus cuentos, tomado de Últimos cuentos (1957), el titulado «La temporada en Copenhague»―, cuando el destino está a punto de separar a la bella Adelaïde de su amado Ib, el narrador (¿narradora?) dirá que «la mitad vale más que el todo». Es, como muchos otros, un cuento que permite la aglutinación de los campos simbólicos, alegóricos y filosóficos, el medio perfecto para poner debidamente en tela de juicio el caos y la crueldad. La soledad es preferible antes que el falso amor. El libro de la Dinesen lo estaba yo enviando a Copenhague a una amiga, una hermana, sin saber que en cuestión de horas iba a tomar un avión presurosa para venir al sur a incinerar a su madre, que acababa de morir.

Y así descubro que mi silva, escrita con motivo de un cumpleaños de mi mujer, en el que mi madre le regaló un collar de perlas suyo, esmeralda incluida, ya estaba magistralmente escrita por la danesa universal, que tiene, ahora caigo, un notable parecido físico con la madre de mi amiga, de mi hermana, a la que prometí subir a ver a la Alpujarra en cuanto florecieran los almendros, que son las perlas vegetales. Ya no podrá ser.
Durante todos los años en que Adelaida ha sido mi mujer he llevado en el bolsillo, y ahora está encima de la mesa, la alianza, la funda de un mechero Bic de los pequeños, que tiene ya tan perdido el baño de cromo que no se lee le palabra «Aquitaine». Es una habichuela del color del plomo. Sigue pesando en mi bolsillo y sigo acariciándola, sigue teniendo todo el sentido del mundo, aunque sólo sea para mí. No me desprenderé de ese aditamento ni siquiera ahora que dejo de fumar, a punto estuve el otro día de tirarlo al mar. Irá conmigo a donde vaya. Shakespeare y Keats tienen sendas referencias a una humilde alianza de hierro, frente a las altivas alianzas de oro. Una vez, en un pueblo de Málaga, lo consulté con mi amigo Alan Munton, pero no llegamos a conclusiones claras. Ni falta que hace. Podría buscar ahora el pasaje de El mercader de Venecia, pero no lo haré. Es mi anillo de humilde hierro... etc. Ese pedazo de hierro color de plomo es mi alianza de hombre descasado. Es igual que ese collar que llegó tarde a manos de su dueña, y que ahora supongo que descansa en una funda aterciopelada. En aquel amago de reinicio no comenzó nada: todo había terminado. Con el fallecimiento de la madre de mis hermanos, Carlos y Emily, sucede todo lo contrario: la memoria de su madre alumbrará todo lo que ahora empieza. No olvidaré jamás la dulzura con que, a poco de conocerla, me dijo: "Listen, Miguel, I don't want to be written about".

2 comentarios:

  1. Gracias Miguel, gracias hermano, un abrazo fuerte.

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  2. Gracias a ti, hermanita, otra vez, por todo. A tu lado me tienes esta noche y todos los días del año. También yo te abrazo fuerte ahora, mientras miro tu acuarela y pienso en vosotros, sobre todo en Lars.

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