jueves, 6 de enero de 2011

Twelfth Night


De todos los regalos que me ha hecho mi padre ―el cero del primer Scalextric, los libros, la vida, y algún tortazo― tengo un recuerdo raro de una camisa de vaquero anarquista, si tal cosa es posible, roja y negra, que me trajo de su primer viaje a los Estados Unidos, a Filadelfia exactamente, que no es territorio de sheriffs ni de Billy el Niño. Creo que también hubo un  pantalón a juego. Yo tenía seis años. Él volvió ufano. Seguramente, pero esto no lo recuerdo, venía con pistola incluida, de plata, con cachas nacaradas. Recuerdo la camisa. En su día tuvo la misma o mayor trascendencia que tendría regalarle hoy a un niño, a mi hijo pequeño por ejemplo, una camiseta de la Roja. Era roja entera, salvo los hombros, que eran negros. Es la camisa que he querido llevar toda la vida, leyendo, jugando al Scalextric, paseando por la playa, dando una conferencia. Aún la busco. Un día seguramente se fue al tacho de la basura porque se me había quedado pequeña. No recuerdo que ninguno de mis hermanos menores la vistiera.
De todos los regalos que me hizo mi mujer tengo en especial estima un molino de trigo, manual, que está en su casa como si no fuera mío. Es lo único mío que hay en sus vitrinas. No lo voy a reclamar, porque allí están bien esas dos piedras blancas que encajan como guante en mano, que habrían de triturar el cereal costosamente cultivado para luego amasar el pan, y porque aquí no sabría dónde ponerlo. Me lo trajo de Túnez.
De todos los regalos que me han hecho mis hermanos tengo especial aprecio por uno de Juan, en el que me retrata en mi biblioteca ya definitivamente disuelta.
De todos los regalos que me han hecho, y de los que ya no me acuerdo, tengo un aprecio especial por el aprecio emocionante que noté en todos: la portada de Íñigo para un libro inexistente que adorna mi estudio deshabitado en Pamplomo, una acuarela, la foto de la Quinta Avenida que me regaló Pedro en Miranda, a saber qué pintaba yo allí, la tarjeta metálica del club Jameson que encontró mi hija en el rastro y pensó en mí, la bufanda verde y azul que vino de Córdoba (otras bufandas regaladas nunca me las he puesto), los zapatos Dippner de Adela, el regalo que nunca me hizo la tía Concha, que para mí es un regalo, la bronca y reconciliación postrera con Jaime, que es un regalo que él me hizo a regañadientes, y que brilla en mi memoria, el reloj que me regaló Silvia y sobre la marcha regalé yo a Luis Antonio de Villena, que era azul, y él me lo cambió por el que llevaba puesto, rojo, o el taburete con el que Juan de Sola adornó el arranque de la escalera de este apartamento, la bici de la primera comunión, imagino, porque no la recuerdo, y era una BH azul, el vestido rojo que envolvía un regalo envenenado hace ya casi dos años, que demasiado bien recuerdo, una sombrerera plateada que terminó siendo un costurero, llena de caramelos, de los que no probé ninguno, unas botas de monte, verdes, que no sé dónde están, o la luz y el silencio de este día de Reyes, en el que nadie me regala nada salvo el silencio y la luz, y entiendo que me lo han regalado todo sin merecer nada yo, sin haber regalado nada.
Duodécima noche, William. Debe de ser una de las palabras en mi otra lengua que menos vocales y más consonantes contiene, twelfth. Noche de Reyes, pa entendernos. Como si los regalos que nos hacen fueran consonantes y los que hacemos una e. Pero de esto el que sabe es Proust, camino de Swann, o mirando a Albertine dormida.

3 comentarios:

  1. Marina ni dijo nada. Ha salido su nombre porque tenía su gmail abierto y yo no he podido poner mi firma. La exclamación es mía, vaya por Dios! Buen año chaval!

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  2. Yo tengo uno pensado y buscado, pero no hallado... Algún día, mi joven Padawán. Abrazo

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