domingo, 2 de enero de 2011

Noé

A  J., a  C.

Hablarme a mí de disputas y desavenencias conyugales, de rencillas y desacuerdos, de rupturas y remiendos, de enconos y rencores, de desencuentros y malentendidos de pareja, de fracturas del alma, de contrariedades mutuas, de incompatibilidades momentáneas que nunca duran un momento, de las derrotas del amor (derrota es rumbo, y es ir de cabeza, directo a la derrota), o hablarme de cómo se tuercen las cosas que debían ir derechas en el seno de dos que se aman, hablarme de intolerancias invencibles y de exigencias imposibles de cumplir, de cómo ella es bella cuando llora y es más bella cuando ríe, aunque sean las menos de las veces ―¿por qué ha de reír ella y ser uno el que provoque la risa?―, que las más de las veces llora, así como las más de las veces me acuerdo yo con dolor de que lloraba, y hablarme del tiempo perdido en busca del cual a lo mejor emprendo un día un viaje al corazón de África, o hablarme de que ya no hago falta en ninguna parte de tal contexto, y sentirme redundante (o sea, que sobro), e incluso hablarme de cómo curar las heridas que se enquistan, o preguntarme qué hacer para paliar semejantes borrascas, si yo consejos vendo, pero para mí no tengo, y confiarme las tempestades matrimoniales por las que uno u otra pasen ahora, contando con que a lo sumo preste un oído amigo y comparta un silencio comprensivo, para hablarme luego del cómo se resuelven estas cosas que a todos nos pasan, o que, mejor dicho, a algunos ya no nos han de pasar, y que a veces es cierto que se resuelven, se resuelven por medio de ese amor que se resiente de todos los desamores que a lo largo del día vamos dejando caer, y que resentido resiste, y se fortalece, y de cómo convertir una lágrima brillante en una sonrisa mucho más brillante, o hablarme de todos los cielos que vimos juntos y que no eran el mismo cielo, o de cómo nos besamos bajo la lluvia cuando en realidad no llovía exactamente, o llovía sólo encima de uno de los dos miembros de la ecuación, y hablarme ―a mí, que voy ensordeciendo― de que el cielo es azul cuando estamos juntos, aunque el resto del mundo lo vea muy gris, o hablarme del rayo verde que  tintaba otra vez la esperanza a la caída de la tarde en una playa de Portugal que se llamaba Playa Amorosa, anda que no, tengo testigos, y son pequeños, es como hablarle a Noé de la lluvia y del primer rayo de sol que vio al final del acoiris.
Cuando se secó tras el diluvio, Noé ―barbudo, a punto de afeitarse: desbarbarse es desbarbarizarse― no recordaba que hubiera llovido nada. Ni siquiera recordaba que hubiese llevado numerosas parejas de animales bien o mal avenidos a la cúspide del monte Ararat. Y supo que el 2, de enero por ejemplo, era 1. Negro e impar.

2 comentarios:

  1. Beckett te diría: "Make sense who may", que no significa "interprete quien pueda", sino "entienda quien sepa". Y tiene gracia, porque a mí esta entrada me parece que está mucho más clarinete que otras que sí son más difíciles de entender.

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