martes, 26 de octubre de 2010

Día de perros

Éste es un trozo de un libro en curso, titulado Todos los días del año. Pour finir encore.

Aunque ni siquiera ahora nos vayamos a poner de acuerdo en cuál es el complejo vitamínico más aconsejable para ti y para mí y para ambos, y tú consumes e incluso distribuyes un producto que yo te compro y que luego te devuelvo porque me parece un burdo sucedáneo, un placebo sin valor nutricional, y tú me devuelves la pasta, que me parece una desproporción, y siga saturándome de fármacos que me amargan y, si no me fortalecen, al menos me van llevando de un día a otro, disfruto con la esgrima verbal de la diferencia y, o mucho me equivoco, o a ti te divierte más que nunca. Nos buscamos al menos en esos espacios intersticiales que fueron los primeros que perdimos, en la conversación amena, en la minucia de compartir tú trozos de tu vida conmigo, yo el yoyó de la escritura contigo. Y te digo, por ejemplo, mientras noto que te cuesta un congo no encender un cigarrillo, que si en algo se parece la escritura a la actividad amorosa es en que la puntería es un don, y quien la tiene juega con ventaja, y los que no pues hemos de acumular muchos dardos lanzados e incluso desperdiciados en apariencia para rondar un poco el centro de la diana, ir soltando bien el brazo, dejar de mirar el trasero de la camarera. Frente a tu finura al tensar el arco y soltar la flecha sólo puedo y quiero oponer mi torpe insistencia; al lado de tu destreza, he de conformarme con la esperanza: como la seducción en su día, como la obra de arte y el futuro mismo, es un ejercicio de la voluntad, lo cual no significa que tu puntería no lo sea.
            Me da entonces por imaginar que en estos retazos de un diálogo que a rachas sostienen el presente y lo vivido, como dos conocidos que hace tiempo no se ven y se cuentan simultáneamente sus andanzas, sin entablar por tanto una conversación propiamente dicha, pero sin perder ni ripio el uno de lo que el otro dice, el otro de lo que calla el uno, compruebo primero que no se usa, no se puede usar el pretérito perfecto en ninguna de las personas del verbo, al menos en su aspecto de acción acabada (más que perfecto, el pretérito es finito), y si se usa es para indicar lo que acaba de suceder; segundo, verifico, aunque sea con la niebla de lo soñado, que somos tú y yo los que siguen visibles en esas hilachas de bruma en las que se encuerdan las voces según las trae el viento. También descubro que hay sintagmas pronominales que no se pueden conjugar a la ligera: no puede decir «tu narcisismo» quien no haya dicho «mi narcisismo».
            Así pues, recojo parte de las consecuencias no de una ruptura, sino de una disolución que había comenzado a ser antes de ser al fin de todo, con todas sus consecuencias, que son éstas y aún serán otras. Te lo he oído decir. He tenido también la desgracia de contemplar el malestar que a los dos nos queda, aunque acaso sea la falta del bienestar que tuvimos y nos dimos mientras creímos que no se podían desanudar las cuerdas con que habíamos trenzado nuestro destino. El nudo no se cortó, no se tuvo que cortar: se aflojó como se suelta una amarra cuando el barco a cuyo timón navegabas no tuvo ya un porqué para fondear en mis orillas, que ya no te daban ni abrigo ni aliciente ni sombra ni nada. Es en el fondo bien simple: se suelta con amabilidad y sin roce el cabo y luego tu proa echa en falta mi ensenada, como echa en falta mi fondo enturbiado el roce de tu quilla. Me parece ver en la noche que desde lejos se hacen señas, como si el malestar que te llevas cuando aún dices que del todo no estás bien, como tampoco yo puedo estarlo, buscasen un reflejo, encontrasen un eco que la despedida confirma, o una oquedad que por siempre será nuestra, la falta del nosotros en la que cobijar nuestros dolores distintos.
Ya no tengo que acordarme de que en este ahora llevaré en el pecho durante años un peso imposible de aliviar, un ascua al rojo que no se apaga, pero me acuerdo sin obligación ni imposiciones de las nubes veloces que corrían haciéndole carantoñas a una luna gorda y baja, como un melón cantalupo que pudieras abrir para darme la mitad y vaciarlo a cucharadas. Es lo que intento.
Entre las cosas que voy teniendo cada vez por suerte más claras, y son bien pocas, hay una que de un tiempo a esta parte adquiere contornos tan precisos como impensables casi hasta anteayer, y es que no escribo porque quiero, sino porque no puedo estar ni ser sin escribir. Dudo mucho que se pueda aducir un pretexto así en descargo de este libro, caso de que necesite el libro alivio o disculpa, ojalá que no. Podría desde luego haberme ceñido al modus operandi con que toda la vida me había conformado, esto es, poner en fila a las hormigas casi siempre divergentes y en varios cuadernos a la vez, pero hace un año cometí la imprudencia de reunir, pulir, adelgazar y publicar los poemas que se habían ido dispersando a lo largo de los veinte años anteriores y, sobre todo, a lo largo de los doce bellos y convulsos años de convivencia con ella. (Ha aparecido por descuido el traductor: ahora, tú eres ella.) Al hacer públicos esos poemas dejan de pertenecerme: son ya de quien los lea, lo cual tiene por efecto que me sienta más ligero de equipaje. O aliviado, es verdad, gracias al peso que comparte. Por una parte, ya no estoy obligado a ser el mejor escritor inédito de mi generación, lo cual ha sido una anomalía vocacional que bien podría explicar, en parte, mi tardanza en estrenarme. Ahora me siento bien en la piel que corresponde a quien no es más que uno entre sus pares. Y, sin embargo, tengo la inquietante sensación de que todo este libro podría ser la tercera parte de un libro que no existirá, cuando en realidad seguramente sea que la sexta parte del libro anterior, tan breve y un poco huérfana, reclamaba más dedicación. Aquella sexta parte del libro anterior decía solamente así: «Sólo recuerda quien no tiene / exiliado de lo que fue».
Por otra parte, las reacciones de unos cuantos lectores, y ellos bien saben quiénes son, me ha resultado tan gratificantes que no tengo por qué ocultar que no sólo no me importaría volver a sentir esa gratitud por quien bien me lee, sino que además esa gratitud (el gesto de aplaudir a quien te aplaude) es sin duda la cifra inscrita al dorso de cuanto escribo. Persigo la ocasión de dar las gracias, cuando a diario procuro darlas de todo corazón. Creo que me explico, pero lo haré mejor copiando a los maestros:

Las más de las veces

 

Las más de las veces
suelo estar en lo que soy,
las más de las veces
sé tener los pies en tierra y luego ya no me voy,
sigo el camino, leo las señales,
no me suelo salir por más que vuelen puñales,
aguanto todo lo que salga al paso,
ya no me fijo en que ya no me hace caso,
las más de las veces.

Las más de las veces
bien lo entiendo,
las más de las veces
no lo cambiaría ni aun pudiendo,
todo lo encajo, aguanto lo mío,
manejo lo que hay aunque me pele de frío,
y ahora sobrevivo, ahora resisto
y ahora ya en ella ya no insisto
las más de las veces.

Las más de las veces
tengo la cabeza en su sitio,
las más de las veces
tengo fuerzas y no odio ni a Cristo.
No me hago ilusiones hasta ponerme malo,
no me asusta este lío aunque sea un palo
Sonrío al ver a los hombres y los ríos.
Ni siquiera recuerdo cómo son sus labios en los míos
las más de las veces.

Las más de las veces
ni siquiera pienso en ella,
no la reconocería ni aunque ahora la viera,
así de lejos me ha quedado.

Las más de las veces
ni siquiera del todo estoy seguro
de que alguna vez estuviera conmigo
o de que fuera yo su canguro.

Las más de las veces
me doy por contento,
Las más de las veces
sé muy bien de qué me sustento,
no me hago trampas, no huyo, no me escondo,
y menos de los sentimientos que llevo en lo más hondo,
No me rindo, ya no finjo,
igual me da ya no verla ni ser más el mismo
las más de las veces.

Lo realmente bueno de la canción es que es un monumento al autoengaño, tan necesario para ir tirando. Durante meses me consumía la pena al oírla y un buen día me vi reflejado en un escaparate, cantándola con una sonrisa en el pecho. He llegado a la conclusión, porque soy así de lento y de zopenco, de que Dylan ―reconozco que lo he oído por activa y por pasiva y por perifrástica mientras escribía este libro― es el genio de las canciones de desamor. Por eso me gusta cada vez más. Por eso, y porque yo también me voy engañando a ratos, ahora para bien todo lo que antes me engañaba yo solo para muy mal. Para ella, en cambio, la canción tiene algo que le recuerda al futuro, a cómo debería ser. Imagino que le recuerda al sabor que tendría que tener el futuro, y entonces le aclaro que no, que cuando Dylan dice «las más de las veces» no son ni de lejos todas las veces, sino que más bien es tan sólo a veces, e incluso muy pocas veces. «Las más de las veces» significa «casi nunca».
            Con lo cual quiero entender que la literatura tiene utilidad innegable para el que escribe y para el que lee, entre otras cosas porque uno escribe para ser leído y uno lee para leerse y todos necesitamos conocernos mejor, ésa es la tarea. Pero con aquel libro de poemas, como al traducir la letra de Dylan, también descubrí que la finalidad que se persigue al escribir, y al publicar, no siempre se consigue. También me acuerdo ahora del concierto de Dylan al que no fuimos juntos, el concierto en que hizo de bis «The Times They Are A Changin’», con la que tardé unos veinte segundos en saber qué tema estaba tocando, aunque el resto del aforo no lo supo hasta que había terminado: es un concierto al que sólo me acompañó ella, no fuimos juntos.
            Así que me abstengo de reproducir la traducción que tengo de «Man in the Long Black Coat», pero no de poner el final de la canción: «Ella nunca dijo nada, nada dejó escrito / Se marchó con el hombre / del largo y negro abrigo». Y acaso se entienda todo mejor con tres estrofas de «Mississippi», tomadas casi al azar:

Con toda mi elocuencia y sublimes pensamientos
No podré hacerte justicia con rima ni sentimiento
Sólo una cosa hice mal de veras
Me quedé en Mississippi más de la cuenta

En fin, mi barco está hecho trizas, se hunde que da gusto
Me ahogo en el veneno, sin pasado ni futuro
Pero no tengo el corazón cansado, sino libre y liviano
No tengo más que afecto por quienes conmigo navegaron

Nada tengo para ti, ni lo tuve antes
Para mí ya no tengo ni siquiera el sobrante
Me arde la cabeza, el dolor llueve a manta
Nada me puedes dar, nada me espanta

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