jueves, 21 de octubre de 2010

La relatividad del frío

Tatuaje. Otitis serosa externa. Firmo un contrato a tres bandas, un contrato muy deseado, el del Beckett que voy haciendo con mi amigo Jose. Sueño con mujeres que ni fu ni fa, se va a titular en castellano. El título salió al arrimo de unas pintas de Guiness cuando hace un par de años Jose me invitó a Almería. Qué lejos todo. Tuvimos a una linda pelirroja por testigo de la ―creo que― feliz traducción hallada al calor de un bar. Dream of fair to middling women, dice el original. Siempre el salto categorial, como en Sueño con ríos y mares, por Dream of Rivers and Seas. Por el camino, Jose se entretiene oyendo a Dylan y a Santiago Auserón, «Ballad of a Thin Man».
Primer día de frío, dicen en el pueblo. Pueblo hoy desierto, de bares cerrados, sin almas grises. Pero al subir desde el puerto ―hoy no hay barco― se suda. Sesuda la que ni lee ni quiere leer. No he dicho tetuda, ojo, que también. Por el camino, la vecina me saluda con aire furtivo.
Me tatúo una mujer enorme en el brazo izquierdo, con su bikini azul. Más que mujer es una pin-up, pero ¿no lo son todas? A ésta así ya la llevo conmigo, puesto que ella conmigo no va. Puede que sea la que me jubile de todas las mujeres. Quiero decir que a lo mejor me llena de júbilo, no sé. Es pronto.
El tatuador, que es polaco, tarda horas en entender lo que quiero. Pero nos ponemos tangencialmente de acuerdo. Las cosas en la piel no son como quedan sobre el papel.
Persigo a Wilkie Collins en El público desconocido. Me está costando lo que no está escrito. Ni tatuado está.
Cosas raras. Leo ―of all the things― a don Mario Vargas Llosa, de cuya distinción reconozco que me alegro. Se lo merece con creces, como Miguel González del Campo cuando le metió un par de roscos, o tres, a Corea, en el Mundial de Italia, y se señalaba el nombre en la espalda. Lo de menos es que en su día arremetiese don Mario contra mi desgraciada traducción de Desgracia, a la que me juego una mano que ya le ha metido mano alguien para volver a hacerla mejor y fracasar igual y señalarse el nombre en la espalda. Lo leo en relación con esa maga de la palabra que era Isak Dinesen, un anacronismo andante al que sólo el paso del tiempo ha dado la razón. Dice el Nobel flamante que «una sociedad sin literatura, o en la que la literatura ha sido relegada, como ciertos vicios inconfesables, a los márgenes de la vida social y convertida poco menos que en un culto sectario, está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad». Lo dice a caballo de las distinciones de género, hablando de lectores y lectoras.
La sordera debe de ser muy buena amiga de la lectura, conjeturo. Pero el dolor de oído parece enemigo de todo, del flamenco de la vecina, de los ruidos de las motos, del cielo enturbiado. Sobre todo si es un dolor que se extiende occipitalmente hablando, aunque ahí es donde está la vista, creo. El dolor de oído se enemista con las bicicletas, con el estilo blog total. Con el silencio pasajero que de pronto se detiene en mí como si ya no pasara nada. Se enemista con las tonadillas silbadas a pleno pulmón. Con la imperiosa sensación de que después de morir esta noche un poco siempre quedan unos minutos con los que no sabrá uno qué hacer. Se encona con las palabras amigas de quien te aconseja que visites a un médico, cuando el médico y yo sabemos que no vamos a hacer nada que no haga esa cosa inapresable y veloz que es la vida, que nos va repasando por encima, por debajo, de frente y de perfil, dejándonos tatuajes en el alma y puertos sin barco. Y luego vendrán más años y nos harán más ciegos. Y aunque sea por la mañana se hace cada vez más tarde.

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