sábado, 23 de octubre de 2010

Mejoría


Mejoro yo, o me lo parece, y el tiempo no empeora, pero será una humilde apreciación. Mejoría… mejor deje que me ría.
De repente arranca Collins, en su «El público desconocido», o arranco yo, o me desatranco de esta afección auricular, y el texto de Collins fluye con naturalidad. Es luminoso todavía hoy, a los 160 años de su indagación chocarrera: o no hemos cambiado mucho, cosa probable, o era muy sabio en sus predicciones, cosa no del todo improbable.
Esto de las traducciones maldita la gracia que tiene, porque ayer mismo, en pleno paroxismo del dolor otítico, y acordándome de Helio Oiticica, cineasta brasileiro al que debía de dolerle permanentemente un oído, mi ex me manda una alerta de Google, «que te gustará» (¿?), en la que un señor que tiene toda la pinta de ser de Murcia o tal vez de Tomelloso comenta las novelas de Benjamin Black y dice de pronto, no entro en la valoración de la coma sobrante ni en el tedioso empleo de los guiones de inciso sin ningún criterio, ni en la ausencia del guión que figura entre mi apellido, una orinalada como ésta: «Todo ello en un castellano, excelentemente cuidado por el traductor de sus novelas, Miguel Martínez Lage, lo que nos permite disfrutar de muchos – de todos no, supongo – de sus matices».
Debe de ser que el lector desconocido de las conocidas novelas se halla en inferioridad automática, asintomática y supositiva por el mero hecho de leer literatura traducida o «en traducción», como quiere Jordi Doce, extremadamente listo, utilizando un calco más bien desaconsejable. De ser cierta esta falsa impresión, al lector desconocido más le valdría circunscribirse a la prosa patria, y dejar en paz las extranjerizaciones que tanto le cautivan. Es algo semejante a lo que me pasó hace algunos años en Granada, una mañana, leyendo un ejemplar forrado con papel azul intenso de la librería Laie. Un novelista local y tapeador me arrancó el libro de las manos diciendo a ver qué lee éste, para responderse él solo: «Vaya, otro que lee en extranjero».
Estaba leyendo La piedra lunar, de Wikie Collins. Mejor dicho, The Moonstone. En mi cabeza lectora, esta novela que cito por su título original era la misma que él desconoce por su título traducido. Por cierto: está en puertas una nueva traducción de la mejor novela de Collins ―sí: es mejor que La mujer de blanco, y ya es decir―, que ha hecho para Alba mi amiga Catalina.
Pero mi doble competencia lingüística ―lengua de salida, lengua de llegada― y mi quehacer traductor me autorizan e incluso me invitan a leer en la lengua que me dé la gana y a verter con garantías aquello, escrito en una, que resuelvo poner en otra, y que siendo totalmente distinto será exactamente igual. Y esto es algo que el cojitranco elogio del lector obtuso, y la reprobación del lector obsoleto, siguen sin querer entender. Al señor de Murcia o de Tomelloso le puedo decir que ya está en la sala de máquinas otro Benjamin Black. Al hipócrita granaíno le puedo decir que siga leyendo la prosa patria, a ver si se esclarece un día de tanto nublado. También le puedo decir que cómo es posible que siendo escritor no publique ya más nada. A mi ex le puedo decir que todo lo aguanto, menos el desprecio.
A todos diré que si todo es lenguaje, cuidémoslo, como cuidamos todo lo que es afecto, y también las aflicciones.

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