domingo, 24 de octubre de 2010

Estolatría

Llevaba parte del fin de semana viendo a la gente más fea, «y he perdido el sentido del tiempo» (dice Kiko Veneno, dice Dylan, «Esto puede ser el fin», aparcado por el blues de Memphis y sin poder salir) cuando me di cuenta de que «hell’s my wife’s hometown», que dice Dylan en ese disco de título esperanzador y estúpido, «Together Thru Life», comprado el verano pasado en Vermont, recomprado hace poco, regalado ya. En esa canción enojosa Dylan versionea a Willie Dixon de una manera que no sé si es ingeniosa, pero que a mí me enoja. No es lo mismo decir que el infierno es el pueblo de mi mujer que decir te quiero hacer el amor. O puede que sea lo mismo.
Pamplonesamente hablando es igual: llueve sobre piedras mojadas. Pamplonesamente el notición es que Armendáriz esté rodando otra vez en la esquina de Maristas. En la puerta de casa. Cuánto me alegro, otra vez Secretos del corazón revisited otra vez qué pesadez. Te lo cuentan con entusiasmo, como si fuese la pera, y tienes que entusiasmarte. Me entusiasmato con la novedad.
Esa esquina es Pamplona: un banco mirando a una tapia, un banco inútil, una tapia engorrosa. La esquina de la casa en la que vive mi mujer. El infierno, que diría Dylan, si no versionease a Willie Dixon. A los maestros hay que exigirles todo y más, por eso me enfada ―y no soy el único― el último Vila-Matas. Cuántas horas esperándola como un perro y mirando a la pared, a la puta tapia, Armendáriz pa qué. Armendáriz y mi mujer tienen un grado de complacencia urbana ―back my hometown, que diría Joe Jackson― que sólo se puede calificar de barcelonina, grandilocuente, trinitotoluena. Puajj.
Ahora que el oído deja de resentírseme, caigo en la cuenta, al ver la cama deshecha, de que hay un hueco entre el edredón hueco y el hueco de la oreja que es donde todos residimos. Es un hueco que debe de ser Pamplomo, con su punto de sangre y supuración en el kleenex de la almohada vacía de al lado. Otra huella de la ausencia ahora que llego al pueblo con controles de carretera ―este pueblo está maltratado por su etnia, para qué había que ir al norte teniendo esto, piensa el que ha vuelto con los de su etnia― y un sol que te alegra el cráneo, después de una tarde familiar, perdiendo ―no iba a ganar― al jugar a las familias.
A la doctora, anteayer, que dijo llamarse Adela, cuando me dijo qué le dije o me besas en la boca o me curas. Bien: ni lo uno ni lo otro, pero me habló en euskera. Nik euskaraz ez, le dije al tercer párrafo, y ella me estaba llenando el bolsillo de Nolotiles.
Mujeres, nombres, analgésicos: mi familia cercana me cuida mejor que toda esa esquina de Maristas del olvido muerto, del corazón secreto, de la tapia palurda. Vuelvo, paso controles, corazón esponjado. Juego a las familias y pierdo, natural. Conozco a las lectoras americanas y nos gustamos, lógico. Vuelvo al hogar.
Esto es la otitis, me dicen. Debe de ser. Salvo que sea latría de la oreja, que también podría ser. En catalán, sería una prueba.

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