lunes, 18 de octubre de 2010

El arte de la improvisación

Llevo todo el día trabajando en un texto de mi amigo Wilkie Collins que me resulta, cosa rara, muy arduo. Será que ando bajo de forma, me digo. Forma parte de un librito compuesto por cuatro; los otros tres ya los tengo. Mi amiga Catalina dice que Collins es difícil y yo le digo no. Pero cuando Collins es difícil, lo es mucho. Y por eso gratifica.

La capacidad de improvisación sigue siendo un arma arrojadiza. A media tarde me escribe mi amigo Justo Navarro para decirme que tiene a última hora una lectura de poemas en la capital de la provincia, que me queda a 90 kms. No lo dudo. Me cambio mi vestimenta de pueblerino descuidado por algo más propio de urbanita. No consigo dar el pego y aterrizo en la capital de la provincia, que me parece manhattaniana, a tiempo de saludar a Justo y de asistir a la lectura.
         El libro de poemas que desgrana Justo, que se titula Mi vida social, es la gran sorpresa poética de los últimos años. Fino, modesto, exacto en sus formulaciones, decantado, emocionante, contiene al menos un poema por el que su autor pasará a la historia de la literatura española, donde ya tenía un sitio propio. Me refiero a “Academia Berlitz”, naturalmente.
         Con el tiempo justo (pero no con espíritu navarro) para cultivar la amistad en dosis pequeñas, y para gamberrear un poco (hay un nutrido grupo de chavales de un instituto; a la guapa de la fila, que me queda detrás, le insisto para que en el turno de preguntas pida al poeta que lea el poema sobre el astronauta; lo hace; tendrá buena nota), me vuelvo despacio por la autovía negra y me desdylanizo un poco más oyendo Orphans: Brawlers, Bawlers, Bastards. Oigo “2:19”, oigo “Lucinda”, oigo “Lie to Me”, oigo “Ain’t Going Down (in the Well)”. Suena “The Road to Peace” cuando llego a casa. No estoy seguro, pero creo que he adelantado a unos diecisiete camiones idénticos.
         Tiene Tom Waits bastante de Justo Navarro, aunque él insista con Erasure, porque lo bueno de la novela negra es leer para saber que no es uno el asesino. Seguramente tiene ese parecido más acusado en este triple que muestra su fondo de armario y que agrupa por tonos emocionales las canciones que no hallaron sitio en sus discos (pero que son las que ahora hace en directo, cuando hace un directo, en la onda Mule Variations): el primero junta las canciones de bronca de bar, con abundante desgarro. Es el que oigo. El segundo agrupa los llantos y lamentos reposados por lo que no fue. El tercero reúne a los hijos de de su desestructurada familia musical, porque Tom Waits es desde hace años, sobre todo, un padre de familia que tiene a su hijo de percuta en su banda. 

El fin de semana me dediqué a regalar (a Jose, a Carlos) los discos de Dylan que me saturan el coche desde hace un par de años y el alma desde hace ―ahora caigo― casi exactamente uno. Fue un gesto lustral. O no: fue un gesto evasivo: al estar los dos con sus familias de feliz finde, hubo un momento en que vi que, como en un poema de Justo, yo era la pelota de ping-pong con que ambas familias jugaban a las palas en la playa. Pero en la playa nadie pinta las rayas blancas de cal de una pista de tenis.
         Antes de irme a dormir reviso el correo y releo el de Justo, donde me cita, a propósito del primer verso de Riba que mandó Juan, “Feliç qui ha viscut dessota un cel estrany”, y que está en este blog, más abajo, uno de Du Bellay, del que acaso contenga algo más que un eco: “Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage”. Resulta que Sánchez Mazas lo tradujo así entre los soldados y Salamina: “Feliz quien como Ulises viajó con buena suerte”.
         La primera pregunta que le hace a Justo uno de los estudiantes es si le parece importante leer a los clásicos. Justo le dice que la literatura es una larga conversación, y que siempre es mejor estar informado de lo que dicen los amigos cuando uno llega, para poder no perderse necesariamente en lo que dicen, en lo que uno ha de decir. Podría añadir que en esa conversación es donde uno se encuentra.
         La soledad, en efecto, no es silencio. Es un ruido raro y con un punto adictivo. Voy a bajar al puerto a apuntar el nombre del barco de turno, a ver si es primo del “Nord Ambition” que fotografié ―mal― la semana pasada.


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