lunes, 4 de octubre de 2010

La noche en casa


Cuando oigo la desazón invernal (el invierno del descontento) que aflora en el llanto de los niños, que es un ruido de habitación humana que me vence, me desazona rotundamente, incluso cuando oigo frente al llanto la voz templada de la madre, que no pierde los estribos, pienso en algo que me resulta asombroso: no recuerdo haber oído el llanto de ninguno de mis hijos. Sé que ha existido (por ejemplo, cuando el pequeño se rompió los piños ―esto es, los incisivos― y nos tuvieron en urgencias un par de horas, una noche de invierno, para que al final llegase la residente maxilofacial de turno y me dijera “pues se los quitamos, ¿no?”, después de que yo se los hubiera reincrustado en las encías, y le dijera a la doctora que no se lo tomase a mal, pero que se fuese a donde pican las gallinas; los dientes desvitalizados y grises le duraron al pequeño lo que le tenían que durar, hasta que le salieron los nuevos), pero no lo recuerdo, y tiendo a pensar con asombro que mis hijos han llorado poco, aunque la verdadera razón de que no exista ese recuerdo es doble: es un recuerdo que se borra por ser malo, es probable que cuando llorasen yo no estuviera con ellos.

Empezaba este verano que parece terminarse y tuve que entregar una traducción para Reino de Redonda, lugar sin par donde mi par me ha nombrado «Real Voz de Marlow», titulada El significado de la traición. Los reportajes que hizo para el New Yorker Rebecca West ―de cuyo hijo Anthony traduje hace ya mucho tiempo la biografía de su padre, H. G. Wells― eran y son un estudio en la dificultad que comporta entender a quien traiciona aquello que nos parece imposible de traicionar. La lealtad a una idea, por ejemplo la de patria. Este fin de semana me ha caído en suerte traducir ―no coincidence intended― el discurso en el que Roger Casement, que está en el origen de Marlow cuando va en busca de Kurtz, aclara su particular traición, que es un acto de lealtad. Casement, ajusticiado en 1916 (el verbo ajusticiar me encanta: es todo menos justo), dice verdades como puños. Extracto:

«¡Esa bendita palabra, imperio, que tiene una semejanza tan paradójica con la caridad! Y es que si la caridad empieza en casa, el imperio empieza en el domicilio ajeno, y una y otro pueden abarcar infinidad de pecados. Yo desde luego tomé la determinación de que Irlanda fuera para mí mucho más que el imperio, y resolví que si la caridad empieza en casa, también en casa ha de empezar la lealtad.

»Si traición fuera luchar contra un destino tan antinatural como éste, me enorgullezco de ser un rebelde, y seré fiel a mi «rebelión» hasta la última gota de sangre que me quede. Si no existiera el derecho a rebelarse contra una situación que ninguna tribu de salvajes aguantaría sin resistirse, estoy seguro de que es mejor que los hombres luchen y pierdan la vida sin derecho antes que vivir en un estado de derecho como éste. Allí donde todos nuestros derechos se han convertido en un cúmulo de reveses, allí donde los hombres han de suplicar permiso, conteniendo la respiración, para subsistir en su propia tierra, para pensar lo que deseen pensar, para cantar sus canciones, para recoger el fruto de sus trabajos y, aun cuando suplican, ver cómo son inexorablemente privados de las cosas, entonces no cabe duda de que es más valiente, más cuerdo, más verdadero, ser un rebelde y actuar en rebeldía frente a tales circunstancias, antes que dejarse domeñar y aceptarlas como si fueran la suerte que por naturaleza corresponde a los hombres.»

Me asomo al balcón y veo un gato enorme, rubio, acomodado en el techo de mi coche. Posiblemente es el abuelo del gato que el otro día se me restregaba contra el zapato. Su rubíes no va nada mal con el azul noche de mi coche, que además empieza a estar arenoso.

Las dos únicas mujeres que son realmente imprescindibles en esta pequeña nube tóxica que es mi vida, mi noche, y que dejarán de serlo, mi hija y la mujer a la que sigo llamando mi mujer y nunca lo fue, aunque es la madre de mi hijo pequeño, y en mi corazón mi compañera todavía, cosa que no es cierta, aunque yo pensara que lo era «until the end of the world», coinciden en un tren. Es un tren que mi hija empieza a usar con frecuencia, el lento tren de regreso a la ciudad natal, ahora que se estrena, como debe ser, en la gran ciudad, que no es tan grande. Es un tren que la mujer a la que no sé cómo llamar rara vez toma, pero que ha tomado por ir a ver al hijo de una pareja de amigos muy queridos, que ha tenido una avería de la que parece que saldrá.
         No es azar. No es casual tampoco que una, sin ser su madre, haya sido madre esencial para la otra, madre además de la madre, y que la otra no haya sido su hija, aunque tal vez sí. Hablo poco con una y mucho con otra sobre mi aclimatación a este medio entero. Una me dice que voy a ser el más guapo de la calle, pero lo dice desde el corazón de la duda. Va a 200 kms/hora en un tren y es como si estuviera en el salón de su casa, arrellanada en el sofá naranja que compré para no sentarme en él. Habla y me habla diciendo cosas que nunca ha dicho: tío, chaval. Está cansada, se pone muelle, termina la conversación de sofá.
         ¿Hablan las dos por el camino? Puede. Pero de ellas, no de mí.



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