viernes, 8 de octubre de 2010

Maniobras de atraque




La otra tarde salí casi corriendo por la vera del mar para seguir el rumbo del primer carguero que iba a entrar a puerto desde que he recalado en él. Pero, a pesar de las dimensiones, la velocidad de crucero que llevaba, ya bien sujeto por los dos remolcadores, era la de un Ferrari con un chalado al volante (hay que estar chalado para tener un Ferrari, y más si es un Ferrari inmenso). Y fue muy molesto salir corriendo cuando ya caía el sol, porque piernas y pulmones no me sobran, además de que estaba francamente a gusto leyendo a Joan Vinyoli:

“Aquí, en este momento sólo hay alguien que llega
de muy lejos, cansado,
bebiendo su pasado, queriendo inútilmente
encontrarle sentido a lo que nunca tuvo,
a excepción, por ejemplo, de las hojas
movidas de los árboles.”

Y antes de emprender la carrera (cuanto más largo el paseo, más arrecia el viento y más me remango) aún tuve tiempo de reconocer en esa voz de un poeta al que me he tirado media vida con ganas de conocer (sólo este año ha publicado Pre-Textos una antología en traducción de Carlos Marzal y Enric Sòria) algo que me quedaba excesivamente cerca. Se titula “Silencio de los muertos” y empieza así:

“La tierra cobra el diezmo. Sin embargo
no hablemos de los muertos. Hagámonos ahora
lentamente a la idea de que existe algo suyo
muy cerca de nosotros.”

Y aún antes de cerrar el libro y salir pitando encuentro en el pasaje III del “Libro de amigo” algo todavía más certero y más cercano, algo que me corta la respiración (y así no se puede correr para llegar a tiempo de sorprender al barco en la entrada), algo que además contiene un eco de lo anterior, un eco encerrado que no termina de resonar:

“Viniste a donde yo dormía
y me despertaste
y me invitaste a tener sed,
una gran sed para la cual
te hiciste copa en que poder beberla.”

A mitad de la carrera pasó eso que tantas veces he visto escrito en los bares de media España y que nunca había entendido del todo: si hacía un día espléndido, seguro que vendría uno a joderlo.

Sí y no, porque el día lo podrán joder, pero no se puede joder un estado anímico a prueba de casi todo, exceptuando una larga carrera con la lengua fuera y el Vinyoli en la mochila. Además, se hacen raras las noticias del ruido del mundo exterior que llegan a mi monacal retiro, que está ―le digo a la amiga que me las trae― “según miras tú el mar, pero mucho más a la derecha”. Es como si lo dijera muy serio el profesor Tornasol.



La cosa es que por lo visto un profesor ha colgado en Internet, con fines educativos, una biblioteca enorme, todos y cada uno de cuyos títulos están protegidos ―por partida simple si es de derecho público; por partida doble si es de derechos vivos, porque la biblioteca es bilingüe y trilingüe en algunas de sus entradas― por la Ley de Propiedad Intelectual que mal que bien nos ampara. O sea, que incurre en un acto flagrante de piratería.

Mientras veo maniobrar al barco, al que le sobra toda la obra muerta sobre la línea de flotación, compongo mentalmente la carta que debo enviarle a ese buen profesor. Me enteran, le digo, de que tiene usted colgadas en una web anónima (lo cual siempre da que pensar, a ver si el anonimato encubre inconsciente y realmente un delito flagrante), al menos dos traducciones mías. Le comunico que esto es inaceptable, como lo es en el caso de todos los libros que tiene colgados, algunos por partida doble (al dar la traducción y el original, en mi caso incurre usted en delito contra el traductor y contra ambos autores). Pero es que hasta en el caso de libros de derecho público comete usted el mismo robo: a mi buena amiga y mentora Edith Grossman no le hará ninguna gracia, por ejemplo, ver "su" Quijote impunemente publicado. Y a su editor, que creo recordar que es poderoso, mucho menos.

Supongo que el profesor tendrá frito el buzón de recibir cartas como ésta. Le puedo asegurar, y le aseguro mentalmente, que el uso educativo tras el que seguramente se escuda el profesor no es de ley. Pero lo más grave hasta cierto punto es la cantidad de títulos hurtados y, sobre todo, el esfuerzo y el desembolso que ha tenido que costarle digitalizar semejante biblioteca (cuya confección, dicho sea de paso, me resulta aleatoria, por no decir caprichosa y falta de rigor).

Ni siquiera si limitase el profesor el acceso a la misma se saldría con la suya. Las exiguas y más bien capciosas anotaciones que ha ido interpolando no justifican una edición en ningún formato sin recabar los permisos oportunos.

Me limito a manifestarle mi tristeza. Su trabajo de anotador profesoral (indicio culposo del dichoso divorcio ya irremediable que tiene la Universidad con el sector editorial) no  le permite expoliar la propiedad de Don DeLillo y Seix Barral (y, en menor medida, mía), ni la de J. M. Coetzee y Random House Mondadori (y, en menor medida, mía también).

Y ya casi he terminado de componer la carta y casi se la he enviado cuando el buen señor me pide disculpas y anuncia la rápida retirada de aquellos libros que me pertenecen (me pregunto si retirará también los otros, porque el esfuerzo y el desembolso que ha tenido que costarle semejante biblioteca pirata y arteramente digitalizada no puede haber sido escaso).

Y pasa la noche ―la luna es el anillo que nunca me puse en el dedo― y al día siguiente la línea de flotación del buque enorme ha bajado una barbaridad. No queda ni rastro de la franja roja y apenas nada de la negra. Se han tenido que llevar una montaña.


Todo este mar en algún desagüe tiene que verter, y parece que queda por poniente, aunque el buque semihundido sale más bien levantino. Como las naranjas "La levantina me la levantina", por supuesto.

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