martes, 16 de noviembre de 2010

Cercanías, miopías, presbicias

Marcho a Málaga una semana y dejo el pueblo con un vendaval flautista. Tardo un rato en entender que la flauta es un arpa de boca que toca la grúa de al lado. En puerto, atracado, el North Spirit. O Wandering Spirit, según reza mi canción preferida del tocayo Jagger. Carga la arena despacio el barco. Es la primera vez que oigo cómo resopla el viento, pero no puede ser la primera vez que sople desde que ando por estos pagos. Despeja tanto todo el viento que desde el terrado se ve claro hasta pasado Mazarrón, hasta el cabo Cope, vaya nombre, estos murcianos son marcianos atomatados, es la segunda vez que lo veo desde aquí, y ulula. No el cabo. El viento donde da la vuelta el aire, es lo menos que cabe decir ahora que se anuncia un póstumo de don Gonzalo Torrente Ballester.
         El viaje es lento como un regreso y largo como una jornada que uno preferiría, acaso, que no terminase.
         Viene una semana en casa ajena. Acompañado. La noticia del día es que Manuel Ortuño me publicará Todos los días del año. No me la esperaba, la verdad. Di por hecho que me iba a encontrar con otro inédito en las alforjas, y estaba conforme, o más bien conformado a ese sino. Pero resulta que no, resulta que tengo un libro en capilla. Un libro que me importa mucho (algún pasaje ya ha salido en este blog): la celebración del amor a falta del amor, la conmemoración de todos los regalos recibidos ahora que no queda ni memoria. Y tendré tiempo para depurarlo, más incluso de la poda que ya le hizo Iñigo, y que lo ha mejorado. Al libro le irá bien esa labor de ajuste adicional, y yo no tengo por qué quejarme. Hacerlo sería vicio, y a estas alturas uno tiene otros, y entre ellos no cabe la queja. Caben las ausencias y las pérdidas y las derrotas, y cabe la donosura con que uno hace como que no pasa nada.
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Noticias de la muerte puta. Me entero a destiempo de que murió hace algo más de un mes José Luis Brea, que era muy poco mayor que yo. Sabor inane en la boca: años sin saber nada de él y de pronto ya nada. Me acuerdo de golpe de los años 85-91, en que nos vimos bastante, casi siempre con Horacio Fernández. Me acuerdo de Nuevas estrategias alegóricas. Me acuerdo de tantos jeribeques teóricos, de tantos escorzos en la inmaterialidad del concepto.
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Maneras de vivir aconsejables: gozar de la hospitalidad de los demás, estos días en casa de Carlos y Cintia. La conversación de rigor con el tercer poeta del grupo disuelto, Lucas Martín. En realidad el grupo de los poetas portugueses de Málaga nunca tuvo existencia real, más allá de un acto en el que leímos cada cual los poemas de los otros dos, despersonalizándolos. O más allá de la comida ritual en el Laboratorio siempre que visito Málaga, y últimamente van siendo bastantes veces.
Hay deberes pendientes, pero hay tardes en las que se detiene el tiempo y es como si toda obligación de golpe fuera secundaria. Luego, en la calle, en menos de cien metros todo son preguntas en torno a la editorial en la que publicamos los tres un libro hace ya tiempo, y que parece detenida, preterida, desmantelada, abortada incluso entre promesas. Preguntas por ausencias. Pero ya sabíamos que nada es para siempre, salvo, acaso, algunas amistades con las que nos privilegian los demás.
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         Un pasaje del libro que muy probablemente termine por quedarse fuera:
Miopía

         Bien está que los que no tienen ni han tenido (que usar) gafas desconozcan la servidumbre del vidrio a que nos vemos condenados el resto de los mortales, los que no tenemos más remedio que ponérnoslas antes incluso de levantarnos de la cama los días buenos y los malos, al entrar y salir de la ducha, al empezar a pensar que habitamos en el cuerpo que nos ha tocado vivir. Hay quien se lo pierde. Yo me pierdo otras cosas.
         Una vez perdí las gafas en uno de esos parajes que algunos llaman «lugares del crimen», sitios a los que conviene no volver. Al menos, los asesinos no vuelven, y yo aspiro a pensar que tampoco volví: el que volvió no era yo, no del todo, sino otro yo. Ya, ya te oigo: yo no soy el mismo que fue ayer contigo al cine. Quise pensar que de algún modo me lo tenía merecido, que así me encontraba con mi Némesis, o con la de otro que años antes fue yo. ¿Fui yo? No sé, yo no estuve aquel día en clase.
         Sin embargo, una tarde de mucho viento, cuando ya se ponía el sol a espaldas de las salinas que hay donde termina la playa del Trabucador, a varios kilómetros de donde estaba cuando caí en la cuenta del extravío o la pérdida, que nunca tengo muy claro si se pierde un objeto o si es el sujeto quien se echa a perder, encontré las gafas en su funda o ataúd: poco faltaba para que la arena azotada por el viento de poniente las enterrase del todo.     Tengo mala vista, ya lo sé, pero creo que tengo buen gusto con las mujeres. Pero ya no estoy con Adela, que se quedó con mi retrato. No estoy con ella porque, por bueno que sea mi gusto, ella tiene mejor olfato.
         El otro día, en una casa estupenda que jamás había visto, perdí las gafas en el fondo de la piscina por bañarme desnudo nada más despertar, tras una noche de farra en el jardín, con Mr. Jameson y un amigo que no lee y lo tiene a gala, tanto como una colección de discos de blues para caerse de espaldas, y que hace casi todo mejor que muchos, incluso cuando lee, que ya es decir. Cierto, en su casa paradisíaca no había estado nunca, pero esa misma noche la terminé con otro baño, desnudo, cuando rayaba la luz grisácea del alba por ese microondas llamado Murcia, cuando aún se oreaba la luna llena en un rincón del cielo, como si no se fuese a marchar.
         Así las cosas, ya había estado antes en la piscina: no perdí las gafas con el primer chapuzón. Lo malo es que así como un arenal y un viento huracanado no me arredran, rara vez paso más de cinco minutos dentro del agua. Para colmo, el fondo de la piscina era una gruesa capa de fango sedimentado, y aunque sostuve a lo largo del día (después) que tarde o temprano sacaría del légamo la pieza de metal y vidrio a través de la cual contemplo el mundo tal como se me muestra, y cómo pasa el tiempo, a las tres o cuatro inmersiones, ya después de haber comido y bebido y charlado como suelen los buenos amigos cuando hace mucho que no se ven y no disponen de mucho tiempo, a la fresca del porche y al socaire de la buganvilia reventona, cuando los perros, Sire, están ladrando, tuve que reconocer que a tientas, y con la parca ayuda de mis pulmones, a mi alcance no iba a estar la culminación de tan ardua empresa. Me vino a la memoria El nadador, el relato de Cheever, pero no me parezco a Burt Lancaster ni en lo blanco del ojo: en la versión cinematográfica, el fornido trapecista recorría el condado de punta a punta bañándose en todas las piscinas que le salían al paso, entre golpes de Daniels y tragos de dry-martini. Me estaba apeteciendo una coca-cola, y no bebo más de dos al año.
         Tuve que pedir ayuda, vaya, y no era el mejor momento para recurrir a quien mejor podía sacarme del atolladero (más bien la única: mi amigo, aunque de morfología cetácea, no se baña ni en su piscina), pues ya se sabe que las mujeres se rebotan después de que los hombres pasen una larga noche trasegando todo el whisky que haya en casa, hablando del pasado y de otras gilipolleces, y caigan en la cama cuando ya es de día, como sacos de garbanzos arrimados a sus costillas, no sea que piense Adán que la cosa fue al revés. Cuando la dejé en la cama acaricié un rastro de arena en los muslos y le dije ahora vengo y no vine, y oí un ruido de arena fina al caerme de los bolsillos al suelo. Ni corta ni perezosa, cuando le pareció que el momento era bueno, Adela comenzó una serie de largas inmersiones.
         Agallas tiene, aunque mejor sería decir branquias. Cada una de las veces que bajaba al fondo a pulmón libre, asomaba sobre la superficie del agua quieta el bello islote móvil, que no a la deriva, de su popa embutida en un bikini rojo encendido como los versos más apasionados o el crepúsculo que iba adueñándose, tras los cipreses que cerraban la piscina, de la rambla de La Alcayna y las lomas peladas que nos separaban de Murcia. Tal vez buceó una docena de veces a tientas, acariciando el fango del fondo, atenta al movimiento sutil, que no invisible, de tanto polvo en suspensión. La hija de mi amigo, que es como la viva imagen de la felicidad, encontró cuando ya anochecía unas gafas... de bucear. Mi pescadora de perlas preferida se las puso y ¡zas!, a la primera zambullida salió con las mías en la mano. Sin alardes, sin fatiga pulmonar, casi como si tal cosa. Sin sonrisas, claro, que no tenía el coño para ruidos, ni ganas de celebrar su hazaña.
         A los dos o tres días llegamos al Cabo de Gata, encontramos un buen alojamiento, caletas salvajes, pescado recién llegado del fondo del mar a la sartén, cervezas a buen precio, un tiempo espléndido, demasiadas moscas tal vez. Le maravilló el lugar. Era bastante más de lo que ella esperaba. Lo peor del caso, lo que está por venir, es que yo he estado antes aquí. No maté a nadie, no robé nada. Conocí a gente que he visto después, hace exactamente dos semanas. Se cumplen nueve años de mi visita. No tengo miedo, pero pánico me da pensar qué voy a perder.
         Ayer mismo, Adela salió como vino al mundo, faltaría más, del agua cristalina de Cala Carbón. Tiempo después, cuando ayer estaba a años luz, le enseñé una foto de aquel viaje y dijo… dijo qué frescor. El viento le acaricia en la foto los muslos de bronce.
Me extrañó no exactamente verla así, que a verla así empezaba a acostumbrarme con deleite, sino que me extrañó a secas, porque acababa de tirarse al agua, y es de las que disfrutan nadando su buen centenar de metros mar adentro. Levanté la mirada del libro que a duras penas leía, más pendiente de sus evoluciones que de las circunvoluciones de la prosa ―lo que no habré leído yo en esas playas― y vi que sonreía. Llevaba sus gafas de sol en la mano; riéndose con ganas, dijo que eso no le había pasado en toda la vida. Tal vez fuese por descuido, pero se zambulló con las gafas puestas: las cazó al vuelo, bajo el agua, antes de que se acomodasen entre las guijas del fondo. Será que la cabra tira al monte, será la querencia del toro por las tablas, pero aquel trozo de fondo marino representaba la virginidad del mar, y las cosas nunca ocurren del todo si sólo suceden una vez.

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