viernes, 5 de noviembre de 2010

Tempus edax rerum

O, como dice mi amiga Catalina en versión clavada, tempus fuck it.
Más si cabe en un día sin par, que se repite cada trescientos y pico. Hace un año hoy estaba en la plaza de Cataluña tan campante y no me imaginaba la que se me venía encima por mi mala cabeza. No fue exactamente que me tocase la lotería: la lotería es que entres en un bar y suenen los primeros acordes de «Brown Sugar», que te llamen tus sobrinas vermontesas y tu hermana de Vermont, o que te llame por teléfono alguien desde un teléfono que técnicamente es el del un muerto, y que le puedas dar las gracias de corazón. La lotería es que te llamen. Desde muy primera hora de la mañana.
Las llaves matarile de la casa funcionan a la segunda. Hace dos años, en una entrevista radiofónica, me pusieron el «Happy Birthday» de Marilyn sin avisar. Fue el día más feliz de mi vida. Pero que hoy me lo cante una amiga por teléfono ―just the first line― me ha sonado mucho más dulce, de veras. La beso agradecido, con too many things, como decía aquel a quien los dos conocemos como nadie. Demasiadas cacerolas al fuego.
La lotería es que te llamen cuando estás lavando el coche y no te enteres. O que llueva y que escampe y que el día feo se quede más guapo que ninguno. Y conspirar con cautela, por teléfono, con un Juan locuaz.
Y, mientras, becketear. Preparar bolos. Frecuentar el trabajo de Daniel Aguirre sobre Rumbo a peor, su trabajo excelente sobre nuestro trabajo. Porque nada es lo peor mientras uno pueda decir «esto es lo peor», mientras aún pueda decirlo. Cada vez que lo releo me cabrea: se queda a un dedo de ser genial, pero ese dedo es gordo.
Y, de paso, trabajar en Barney a destajo. Me asombra que hace diez años no me diera cuenta de que contaba mi vida la novela de Richler, incluido el amigo muerto, pero no por mi mano. Lo que pasa, como le pasa a Barney Panofsky, es que nunca supe qué fue de él. Hay llamadas sin respuesta y respuestas sin llamadas. Pero ahora me doy cuenta de que caló.
No es casual que mi hija ande perdida entre trenes en el tercio norte peninsular, empeoramiento progresivo.
Me acuerdo de la canción de Handke, en Cielo sobre Berlín:

Cuando el niño era niño,
andaba con los brazos colgando,
quería que el arroyo fuera un río,
que el río fuera un torrente,
y este charco el mar.

Cuando el niño era niño,
no sabía que era niño,
para él todo estaba animado,
y todas las almas eran una.

Cuando el niño era niño,
no tenía opinión sobre nada,
no tenía ningún hábito,
a menudo se sentaba en cuclillas,
y echaba a correr de pronto,
tenía un remolino en el pelo
y no ponía caras cuando lo fotografiaban.

Etcétera.
Me acuerdo ―de la voz de Bruno Ganz ―als das Kind Kind war― de quienes se acuerdan de llamarme. Jose en cambio me cita ―el bar es un gallinero ensordecedor, no hay quien lea ni a Daniel ni a Beckett― y me hace un regalo que me ilusiona una barbaridad, con el que pienso echar la tarde: la Crónica personal que sobre esta tierra ha escrito Antonio Orejudo, al que no tengo el gusto (aunque es amigo de Catalina: a lo mejor un día si viene). Crónica personal es el título de una de mis traducciones buenas. Hay muchas otras plagadas de fallos, hora va siendo de que se sepa. Pero es otra, es la de Conrad. Me acuerdo de que algunas llamadas me llenan el corazón.
Me acuerdo de lo que es un rusty nail y de Lisboa.
Me acuerdo de golpe de los que no me llaman, aunque ellos se lo pierdan. Me acuerdo de que éste es un verso de Justo Navarro que no cito del todo bien.
Así que me pongo con Orejudo un buen rato y luego ya veré si Barney. Pero a lo mejor antes oigo la BSO de Cielo sobre Berlín. Que, al contrario que Paris – Texas, no transcurre un 5 de noviembre que empieza fatal y acaba de cine.
Iba a copiar el resto de la canción de Handke, pero se encuentra en Internet al menos en dos traducciones, y ninguna mala.
Además, el mejor regalo  del día llega cuando el día acaba. El trabajo de edición cuidadoso y cariñoso que ha hecho Íñigo sobre mi trabajo es impagable.

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