viernes, 12 de noviembre de 2010

Viaje de invierno (en otoño)

Vuelvo convaleciente del viaje a Madrid. Winterreise, como en Schubert. Frío pelón. Resfriado serio y amigdalitis tarzaniana. Lo mejor del viaje, las amistades viejas, las nuevas amistades. La cena con Juan de Sola, Carlos Rod, Patricio Pron, Giselle Echeberry-Walker (pero no sé si pongo bien su apellido, idéntico al de un compañero mío de colegio que se fue a Venezuela cuando teníamos doce años), Esther Morillas y sus inagotables alforjas de buen humor. Una de las cenas de mejor recordación en años futuros.
         De paso, dimos un premio, o dos si son pequeños y no se entera nadie, y quedamos razonablemente contentos. Yo no di nada: estaba encamado, como Caballero Bonald.
         Vuelvo acompañado: vuelvo en tren a Málaga con Carlos Rod, que luego se viene acá a trabajar el fin de semana en nuestro Beckett, uno de tantos. Lento viaje en coche por la costa de sol a sol. Apenas habrá tiempo para baños y gambas con denominación de origen y paseos por el puerto y visitas al pueblo de al lado. Hora de trabajar.
         Es curioso, porque a nada de estar en casa, aunque ésta no sea mi casa, mejoro. Convertimos lo provisional en definitivo con verdadera facilidad, aunque lo definitivo dure un invierno. Con el cuerpo todo dolorido por los calambres y las amígdalas en carne viva, mejoro. Y, si no, me jodo. Pero a lo mejor esta provisionalidad sí que es mi casa. Digo a lo mejor, por ver si mejoro. Salgo a hacer la compra en el mercado callejero de los viernes, bien de fruta y verdura, y con una comida vegetariana en la terraza y la mejor compañía definitivamente mejoro.
         Vuelta al «aún, di aún, sea dicho aún, de algún modo aún, hasta en modo alguno aún».
         Me espera el patético libro de Paul Theroux, malo de solemnidad, pero antes me espera la preparación de un taller en Beckett, con alumnos de Málaga, el fin de semana que viene. Que es como estar en mi salsa, no el taller, sino Rumbo a peor. Y digo taller «en», porque estar en Beckett es como estar en capilla. Es un estado del ánimo.
         Carlos oye a Schubert mientras corrige una traducción mía. Inmensa capacidad de trabajo la suya. O de abnegación. Por otra parte, nada es lo peor mientras pueda uno decir «esto es lo peor».
         Luego se desacompasan los ritmos y Carlos estira el día por un lado mientras yo le arranco horas al sueño por el otro cabo de la vela. Natural. Desacompasados, no nos desacordamos. Y eso que todo es breve y provisional.
         Las vueltas se aquietan. En la cama vuelvo a leer despacio, con lupa, el Gaddis imposible. Es otro que espera, sólo que espera con el diente afilado.

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