miércoles, 13 de octubre de 2010

Aves de paso

Vuelve la soledad deseada después de la compañía ansiada. Mi hija pasa tres días conmigo y pasan pájaros camino más al sur cuando ella se vuelve al norte. Ya ves, aves de paso. Yavé, llaves de paso.
         De lejos oigo a veces un ruido molesto. Por aquí no pasan aviones. Es el rezongar de los agoreros que dicen te has equivocado, has perdido todo, estás solo. Les falta decir qué pena me das.
         Y yo mientras me alegro. Me alegro de sus certezas que no valen nada, y menos para ellos, y me alegro de las incertidumbres mías, que naturalmente de nada valen. Para ellos, menos que nada.
         Hay gente que nunca entenderá nada convencida de saberlo todo. Es gente que cree que sale en tu blog y no sale. Es gente que cree que tú les escribes cuando ellos te han escrito. Es gente a la que más les valdría saber, de tanto gastarse parte de su dinero gratis en psicólogos, qué es la Gradiva. Puede que ni siquiera su psicólogo se lo quiera decir, que así gana más dinero.
         Me alegro de atesorar cada instante que mi hija ha compartido conmigo. A la vuelta, tras dejarla en el aeropuerto, paso por el Barranco del Tesoro con gran respeto, paso por el Río de Aguas con reverencia. Es una autovía por la que puede pasar cualquiera. Se me llenan ahora las alforjas con el tesoro de su ausencia. Agüita rica.

Vuelve la soledad y es ruidosa. Cuando no es el flamenco jondo de la vecina, es la algarabía ahora de los pájaros al atardecer inflamado. La propia respiración tiene el ruido del redoble lejano de un tambor esférico. Un ruido sin adjetivos, una noche de perros. Hay perros en la barriada. Hay ladridos que se acallan con una mínima concentración.

¿Es mala la soledad, que mutila el pensamiento? ¿Es buena la compañía, que mutila la comunicación?

Mi hermano pequeño, que en todo es mayor que yo, sabría sólo por el timbre del canto qué aves son. Sabría si los perros están en celo o angustiados. Yo no soy mi hermano pequeño, soy su hermano mayor, y no tengo ni idea de quién pasa de largo. Pero me alegra que no se queden. Que vuelvan cuando quieran.

Mi hija me regala tres días de su vida, porque siendo la mujer de mi vida resulta que ella es un regalo que ella me hace sin yo merecer. Asisto a sus ritmos ajenos a perros y rayos, a sus malos humores, a su dolor en un pie, a sus risas, a su bienestar y a su perplejidad, a sus conversaciones sobre un mundo que me es muy ajeno, del que tengo que andar preguntando quién es quién todo el tiempo.
         Lee en sus ratos libres a Federico Mazofia, y eso me cabrea. Me dice que la traducción es mala, lo verifico. Es cabreante. En la playa tiene mi hija una elegancia innata, una elegancia que ni su madre de lejos. De la morralla que lee exculpo en parte a la traductora: el original no puede ser bueno, ni elegante, ni nada. ¿Por qué lee eso? Cuando un editor nos paga para mejorar lo malo, malo. Cuando gente como mi hija lee eso, peor.
         Le hablo del aprovechamiento, del esfuerzo. Le recuerdo que ha leído cosas entretenidas y buenas. No way. Le digo que cuesta muy poco alimentarse bien. Me recuerda que el hijo de mi amigo va a ver una maratón de Pokemon hasta que le salga Picachu por las orejas.
         Tiene razón, y es festivo, y después de la playa hay unas sardinas al espeto y hay rumor de mar.

Al día siguiente, antes  que se vaya mi hija, traduzco a Wilkie Collins, «Una petición a los novelistas». Me encuentro en sus antiguas palabras con lo que le quise decir en la playa. Dice el viejo sabio de las tramas amañadas, perfectas, el abuelo de Hitchcock: «Sólo aspiramos en nuestra condición de seres humanos a un natural deseo de entretenernos en la medida en que el trabajo diario a que estamos destinados nos lo permita. Somos respetables en la medida suficiente para estar convencidos de que es útil leer de vez en cuando en busca de información, pero también estamos seguros (y lo decimos con arrojo, lo decimos a la cara de los aburridos) de que en este mundo hay pocos disfrutes más elevados, mejores o más provechosos que la lectura de una buena novela».
Sólo le falta decir que además compartimos la lectura, porque no es un vicio solitario. Conozco a alguien que ha leído a Faulkner sin decir ni pío, en el supuesto de que lo haya leído.

No sé si eran otros tiempos, my dear Wilkie, o si 1856 es ahora, que amanece y llueve muy poco.
         Mi hija se ha marchado y noviembre queda a la vuelta de la esquina. Descubro que a ella, que es Venus nacida del mar, no la trato como a mi hijo, a quien trato como mi padre a mí. O a la inversa. No me trata ella como mi hijo a mí, que es como trato yo a mi padre.

Además, Francfort y el Pilar cada diez años vienen con buenas noticias. La versión de Barney, tan lejos, ahora.

2 comentarios:

  1. Amigo “En este mundo hay pocos disfrutes más elevados, mejores o más provechosos que la lectura de una buena novela”, dice Collins, y me recuerda un hermoso texto sobre el escribir, que implícitamente lo es también sobre el acto de leer, de María Zambrano: “Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable.”
    Y para romper el silencio y como agosto ya ha pasado, dejaremos a nuestro común amigo para el próximo verano y nos serviremos de Hemingway “Then there was the bad weather”

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  2. Amigo Josep,
    la razón no te falta. Pero yo, como Wilkie Collins ―y como tú, si mal no te conozco―, defiendo ahora más que nunca que es necesario compartir. La lectura, los paseos, las sobremesas. Los comentarios de batalla, como el tuyo. A doña María tampoco le falta razón. Tiene la que tú le otorgues.
    I una abraçada molt fort,
    M

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